30 de octubre. Domingo XXXI del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura de la profecía de Malaquías 1, 14b—2, 2b. 8-10.
«Yo soy el Gran Rey, y mi nombre es respetado en las naciones –dice el Señor de los ejércitos-. Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes. Si no obedecéis y no os proponéis dar gloria a mi nombre –dice el Señor de los ejércitos-, os enviaré mi maldición. Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley, habéis invalidado mi alianza con Leví –dice el Señor de los ejércitos-. Pues yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos, y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 130.
Antífona: Guarda mi alma en el paz, junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 2, 7b-9. 13.
Hermanos:
Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.
Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habéis ganado nuestro amor.
Recordad si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 23, 1-12.
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Comentario a la Palabra:
“Uno Solo es Vuestro Padre,
el del Cielo”
La primera lectura marca el tono de la denuncia que luego escucharemos en el evangelio. En ambos casos, aunque por diferente motivo, se acusa a los mediadores religiosos - sacerdotes en el texto de Malaquías; escribas y fariseos en el evangelio – de infidelidad a su misión. Con su conducta no solamente comprometen la gloria del nombre divino, sino que además son causa de tropiezo para los mismos fieles a quienes por vocación debían ayudar.
La denuncia de los fallos de la casta sacerdotal son tema frecuente en la literatura profética. El profeta Ezequiel ha tejido una cuadro acusador con los falsos pastores (Ezequiel 34). Pero en general se denuncian los abusos y sin embargo se toleran. El libro de Malaquías, reconociendo que no lo merecen, insta a pagar fielmente los diezmos y primicias a quienes viven del Templo. El evangelio, que denuncia de frente la hipocresía de la autoridad religiosa, es quizá una de las páginas a las que se ha prestado menor atención desde los primeros tiempos de la Iglesia.
Es cierto que más de una vez las acusaciones contra los ministros de la religión responden a motivos tópicos. La denuncia del evangelio de hoy contra escribas y fariseos sigue el modelo de acusaciones, generalmente calumniosas, que intercambiaban las diversas escuelas filosóficas. Para sus adversarios los sofistas eran ignorantes, pedantes, impíos, desvergonzados. Epicteto acusaba a los platónicos de estar intelectualmente muertos. Los epicúreos decían una cosa y hacían la contraria; sus doctrinas eran perniciosas, subversivas, contrarias a la familia, no aptas ni siquiera para mujeres.
En Qumran se cultivó una sistemática degradación de todos los que no aceptaban la orientación de la secta. Eran considerados en bloque “hijos de las tinieblas”, contra los cuales se dirigía toda clase de maldiciones: falsos, insolentes, de lengua tramposa, de labio falaz. Nada extraño que san Pablo haya seguido la misma línea al acusar a “quienes viven en las tinieblas” (en skótei), de ser ellos mismos ladrones, adúlteros, de compartir la misma depravación moral que enfangaba sin excepción a toda la sociedad: “llenos de toda clase de injusticia, maldad, codicia, malignidad” (Romanos 1,29; 2,19).
Nadie pensará que todos los fariseos eran hipócritas. De hecho Pablo presume de ser “en cuanto a la ley, fariseo” (Filipenses 3,5), “fariseo, hijo de fariseos” (Hechos 23,6).
Rasgos de puro fariseísmo se encuentran en la misma enseñanza de Jesús, en concreto la fe en la resurrección (Hechos 23,8). El evangelio se hace eco de una retórica polémica que responde más que al ambiente en que se movió Jesús, al clima que se creó después de la separación entre Iglesia y Sinagoga, e incluso, con mayor precisión, en la época en que el judaísmo se reorganizó a partir de la destrucción del Templo el año 70. En ese clima de renovación tiene más sentido la denuncia de la acumulación de normas y deberes religiosos que hasta hoy son un fardo o un yugo sobre los hombros del judío.
Todo esto tiene que ver con la historia de este evangelio. Pero cuando ahora lo ponemos ante nosotros, como un espejo, no podemos menos de referirlo a la situación de nuestras iglesias cristianas, católicas, ortodoxas y protestantes. Las recomendaciones para construir una comunidad fraterna en la que todos se sientan acogidos como hermanos y no sólo por nombre o título, sino por trato igual para todos no fueron tomadas en serio ni siquiera en los primeros tiempos (Santiago 2,1-9; 1 Corintios 11,17-22).
“En la iglesia que estaba en Antioquía había profetas y maestros” (Hechos 13,1: didáskaloi). Pablo se consideraba padre de las comunidades. Aunque tengáis mil tutores, paidagogoús, “padres no tenéis muchos; por medio del evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús” (1 Corintios 4,15).
Luchar contra los títulos que rechaza el evangelio será una empresa fallida. Se usaron desde el principio y siguen en vigor, hinchados hasta más no poder, también en nuestros días. Hubo un intento de modificación en el Vaticano II, pero no llegó muy lejos, pues los obispos promotores de aquella iniciativa querían mantener el título de pastor, como si el Buen Pastor no reivindicara sólo para sí ese título.
La Iglesia Docente y Ordenante no renunciará a sus títulos ni a sus signos externos de digna autoridad: ropajes, colores y sombreros. Pero hay un campo en el que cada comunidad puede realizar la invitación de promover cuanto sirva a la fraternidad y hacer de la propia vida una función de servicio. Ningún miembro de la comunidad y menos que nadie quien preside debe alejarse de la vida real de los demás. Servirlos no será imponerles una doctrina desde lo alto. El filósofo danés Kierkegaard afirmaba que contradice a Cristo quien transmite su doctrina como de oficio. Servir a la comunidad es crear un ambiente en el que sea posible sentarse fraternalmente unos con otros para escucharnos, para aprender de lo que también los demás tienen que decirnos. Y aquel a quien corresponde la tarea de actualizar el evangelio servirá realmente a su público cuando busque el modo mejor de ofrecer lo que los hermanos esperan, lo que ellos buscan y necesitan.
“Uno solo es vuestro padre, el del cielo”. Por respeto al Padre del cielo reservemos ese título de honor para Él. Tal fue la intención de Jesús, al enseñarnos esa forma de invocación como la más propia cristiana. Y por respeto a la dignidad de la persona los sacerdotes deberían hacer todo lo posible para acabar con esos títulos que critica el evangelio. Aunque su uso esté bien arraigado en las costumbres de la gente. Más ahora cuando tantos latinoamericanos emigrantes en España están divulgando el título que dan a los sacerdotes en su tierra: “padrecito”. Lo dicen con respeto y hasta con afecto, pero es una señal del infantilismo que prolonga la dependencia del padre. Un cristiano adulto y maduro, que sabe tomar la vida en sus manos, debe liberarse de esa práctica que recuerda la sumisión de un infante o de un esclavo.