29 de enero
Domingo IV del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Deuteronomio 18, 15-20.

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios.  A él lo escucharéis.  Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir”.

El Señor me respondió: “Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú.  Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande.  A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas.  Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá”».

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 94.

Antífona: ¡Ojalá escuchéis hoy su voz! «No endurezcáis vuestros corazones.»

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro.  
Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.»

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 7, 32-35.

Hermanos:

Quiero que os ahorréis preocupaciones: el soltero se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido.

Lo mismo, la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, consagrándose a ellos en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido.

Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.     

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 1, 21-28.

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.

Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»

Jesús le increpó: «Cállate y sal de él.»

El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió.  Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo.  Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»

Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

Comentario a la Palabra:

Con autoridad

Jesús hablaba con autoridad, ¿pero qué decía? Tanto en este pasaje como en algunos otros del evangelio, Marcos nos cuenta que Jesús enseñaba, pero no nos revela sobre qué. No es ninguna torpeza o un despiste, pues este evangelista es un consumado narrador. Si elige obviar el contenido de las palabras de Cristo, lo hace para llamar nuestra atención sobre el modo en que enseñaba: con autoridad.

¿Qué impacto debió tener Jesús sobre aquellas personas sencillas de Galilea para que éstas le recuerden como quien hablaba con autoridad? ¿Cómo era escucharle en vivo?
Algunos de nosotros, cuando tenemos que hablar en situaciones que nos producen inseguridad, nos parapetamos tras nuestros credenciales: Tengo tal grado universitario, he hecho un máster, me avala una larga experiencia en la materia sobre la que voy a exponer, ocupo tal puesto en una institución,…

Jesús no tiene ninguno de estos títulos. Aunque los católicos tendamos a olvidarlo, Cristo no era sacerdote, sino un laico. No era un especialista de la religión, su profesión era la de carpintero. A diferencia de Pablo, de quien el libro de los Hechos de los Apóstoles afirma que fue discípulo del famoso Gamaliel (22,3), no tiene ninguna formación de la que presumir.

Pero la gente le recuerda “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Al escucharle se dan cuenta de que la autoridad de los escribas, los expertos en religión, no es más que un simulacro. ¿Qué encontrarían en su voz, en su persona, para quedar tan impresionados por este carpintero de Nazaret? En realidad, todo el Evangelio es un relato que responde la pregunta sobre el origen de la autoridad de Jesús.

“Autoridad” tiene la misma raíz que la palabra “aupar”. La imagen es la de un padre que alza en brazos a su hijo. Isaac Newton reconoció que sus grandes logros científicos fueron posibles porque estaba subido sobre los “hombros de gigantes”. Si fue capaz de hacer progresar el conocimiento, fue porque construía sobre lo que otros antes que él habían descubierto.

La verdadera autoridad promociona, aúpa, pero no siempre la ejercemos de modo que ayude a crecer. Un sistema educativo que descuida la formación de una inteligencia activa y crítica, que prefiere alumnos sumisos que memorizan datos o se limitan a adquirir habilidades técnicas, está sostenido sobre un falso concepto de autoridad. Lo mismo se podría decir de una comunidad eclesial que prefiriera tener fieles sumisos a cristianos maduros con una conciencia bien formada.

El texto del Evangelio de hoy es la primera parte de una sección que podríamos titular “24 horas en la vida de Jesús” (Mc 1, 21-38). Al inicio de su relato, Marcos nos introduce a su protagonista contándonos lo éste hacía en un día típico: enseñar, expulsar demonios, curar enfermos y rezar. Su autoridad se hacía visible en este ecosistema de prácticas. La enseñanza de Jesús no era meramente una teoría, sino que estaba íntimamente ligada a la oración y a la solidaridad con los que sufren. Su palabra estaba respaldada por hechos.

De entre las acciones de Jesús, la que resulta para nosotros más difícil de comprender son sus exorcismos. Al oír la palabra “exorcismo” vienen enseguida a nuestra mente imágenes de películas de terror: un sacerdote arroja agua bendita sobre una adolescente cuya cabeza se retuerce gritando blasfemias, al tiempo que vuelan los muebles de la habitación. Pero lo que describen los evangelios es algo distinto.

Los exorcismos no son un fenómeno paranormal y extraño en el contexto en el que se mueve Jesús: En las páginas de los evangelios sinópticos, los posesos están por todas partes (sólo en Marcos: 1,22-28; 32-34.39; 3,7-12.15.21-30; 5,1-10; 6,7.13; 7,24-30; 9,14-29.38-39). Sabemos por los estudios antropológicos que la mayoría de las sociedades preindustriales creen en la existencia de espíritus buenos y malos. En la época de Jesús, en amplias regiones de la cuenca mediterránea, las así llamadas posesiones diabólicas eran un fenómeno común.

Resulta imposible hoy reconstruir con precisión lo que era una “posesión diabólica” o un “exorcismo” en aquel ambiente, pero es claro que se daban dos elementos: una persona que tiene su libertad mermada y una cultura que interpreta esa disfunción como el efecto de la acción de un espíritu. En otro tipo de cultura –la nuestra– los mismos síntomas se podrían interpretar de otra manera.

¿Entonces, los “poseídos” son simplemente “enfermos mentales”? Tal afirmación presupone que nuestra cultura tiene la capacidad de comprender en qué consiste una enfermedad mental y sabe cómo tratarla, pero desgraciadamente este no es el caso. En nuestra era científica, la mente humana sigue siendo un misterio. Aunque psiquiatras y psicólogos logran algunos éxitos con sus tratamientos, muchas más personas viven lisiadas de libertad. La dureza de la vida hace que muchos hombres y mujeres pierdan el contacto con la realidad y se alejen de la cordura. No es fácil para ellos o para los que viven en su entorno sacarles de la ficción en la que se han encerrado.

Jesús es capaz de romper estas prisiones. Esa es su autoridad, una autoridad que reconocen en él las gentes sencillas de Galilea. Los escribas sueltan discursos, las palabras de Jesús sanan. Él nos levanta, nos aúpa. Saca de las dependencias y nos pone en camino sobre el sendero de la realidad. ¡Dichoso quien se abra a su Espíritu, que sin forzarnos jamás nos conduce!