1 de abril. Domingo de Ramos

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EVANGELIO de la BENDICIÓN de RAMOS

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 11, 1-10.

Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía.  Desatadlo y traedlo.  Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: ‘El Señor lo necesita y lo devolverá pronto’.»

Fueron y encontraron el borrico en la calle, atado a una puerta, y lo soltaron.  Algunos de los presentes les preguntaron: «¿Por qué tenéis que desatar el borrico?»

Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron.

Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó.  Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo.  Los que iban delante y detrás gritaban:

«Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor.  Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!»

PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Isaías. 50, 4-7

Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento.

Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.

El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que  me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.

El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes;  por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 21.

Antífona: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica.  Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.  Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Filipenses. 2, 6-11.

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

PASION DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 14,  1-15, 47

[Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos  sacerdotes y los letrados pretendían prender a Jesús a traición y  darle muerte. Pero decían:

S. —No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo.

C. Estando Jesús en Betania, en casa de Simón, el leproso,  sentado a la mesa, llegó una mujer con un frasco de perfume muy  caro, de nardo puro; quebró el frasco y se lo derramó en la cabeza.  Algunos comentaban indignados:

S. —¿A qué viene este derroche de perfume? Se podía haber  vendido por más de trescientos denarios para dárselo a los pobres.

C. Y regañaban a la mujer. Pero Jesús replicó:

+. —Dejadla, ¿por qué la molestáis? Lo que ha hecho conmigo está  bien. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis  socorrerlos cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre. Ella ha  hecho lo que podía: se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para  la sepultura. Os aseguro que, en cualquier parte del mundo donde se  proclame el Evangelio, se recordará también lo que ha hecho ésta.

C. Judas Iscariote, uno de los Doce, se presentó a los sumos  sacerdotes para entregarles a Jesús. Al oírlo, se alegraron y le  prometieron dinero. El andaba buscando ocasión propicia para  entregarlo. El primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el cordero  pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: 

S. —¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?

C. —El envió a dos discípulos diciéndoles:

+. —Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?» Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.

C. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Al atardecer fue él con los Doce. Estando a la mesa comiendo dijo Jesús:

+. —Os aseguro, que uno de vosotros me va a entregar: uno que está comiendo conmigo.

C. —Ellos, consternados, empezaron a preguntarle uno tras otro:

S. ¿Seré yo?

C. Respondió:

+. —Uno de los Doce, el que está mojando en la misma fuente que yo. El Hijo del Hombre se va, como está escrito; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!; ¡más le valdría no haber nacido!

C. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:

+. —Tomad, esto es mi cuerpo.

C. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron.
Y les dijo:

+. —Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro, que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.

C. Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos. Jesús les dijo:

+.—Todos vais a caer, como está escrito: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas.»
Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea.

C. Pedro replicó:

S. Aunque todos caigan, yo no.

C. Jesús le contestó:

+.—Te aseguro, que tú hoy, esta noche, antes que el gallo cante dos  veces, me habrás negado tres.

C. Pero él insistía:

S. Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.

C. Y los demás decían lo mismo.

C. Fueron a una finca, que llaman Getsemaní y dijo a sus  discípulos:

+.—Sentaos aquí mientras voy a orar.

C. Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir terror y  angustia, y les dijo:

+.—Me muero de tristeza: quedaos aquí velando.

C. Y, adelantándose un poco, se postró en tierra pidiendo que, si  era posible, se alejase de él aquella hora; y dijo:

+. —¡Abba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero  no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.

C. Volvió, y al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro:

+. —Simón ¿duermes?, ¿no has podido velar ni una hora? Velad y  orad, para no caer en la tentación; el espíritu es decidido, pero la  carne es débil.

C. De nuevo se apartó y oraba repitiendo las mismas palabras.  Volvió, y los encontró otra vez dormidos, porque tenían los ojos  cargados. Y no sabían qué contestarle. Volvió y les dijo:

+.—Ya podéis dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora; mirad  que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los  pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega.

C. Todavía estaba hablando, cuando se presentó Judas, uno de los  doce, y con él gente con espadas y palos, mandada por los sumos  sacerdotes, los letrados y los ancianos. El traidor les había dado una  contraseña, diciéndoles:

S. —Al que yo bese, es él: prendedlo y conducidlo bien sujeto.

C. Y en cuanto llegó, se acercó y le dijo:

S. —¡Maestro!

C. Y lo besó. Ellos le echaron mano y lo prendieron. Pero uno de  los presentes, desenvainando la espada, de un golpe le cortó la oreja  al criado del sumo sacerdote. Jesús tomó la palabra y les dijo

+. —¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos, como a caza  de un bandido? A diario os estaba enseñando en el templo, y no me  detuvisteis. Pero, que se cumplan las Escrituras.

C. Y todos lo abandonaron y huyeron.

Lo iba siguiendo un muchacho envuelto sólo en una sábana; y le  echaron mano; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo.

Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reunieron  todos los sumos sacerdotes y los letrados y los ancianos. Pedro lo  fue siguiendo de lejos, hasta el interior del patio del sumo sacerdote;  y se sentó con los criados a la lumbre para calentarse.

Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un  testimonio contra Jesús, para condenarlo a muerte; y no lo  encontraban. Pues, aunque muchos daban falso testimonio contra él,  los testimonios no concordaban. Y algunos, poniéndose de pie,  daban testimonio contra él diciendo:

S. —Nosotros le hemos oído decir: «Yo destruiré este templo,  edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado  por hombres.»

C. Pero ni en esto concordaban los testimonios.

El sumo sacerdote se puso en pie en medio e interrogó a Jesús:

S. —¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que  levantan contra ti?

C. Pero él callaba, sin dar respuesta. El sumo sacerdote lo  interrogó de nuevo preguntándole:

S. —¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?

C. Jesús contestó:

+. —Sí lo soy. Y veréis que el Hijo del Hombre está sentado a la  derecha del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo.

C. El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras diciendo:

S. —¿Qué falta hacen más testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué decidís?

C. Y todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían:

S. —Haz de profeta.

C. Y los criados le daban bofetadas. 

Mientras Pedro estaba abajo en el patio, llegó una criada del  sumo sacerdote y, al ver a Pedro calentándose, lo miró fijamente  y dijo:

S. —También tú andabas con Jesús el Nazareno.

C. El lo negó diciendo:

S. —Ni sé ni entiendo lo que quieres decir.

C. Salió fuera al zaguán, y un gallo cantó. La criada, al verlo, volvió a decir a los presentes:

S. —Este es uno de ellos.

C. Y él lo volvió a negar.

Al poco rato también los presentes dijeron a Pedro:

S. —Seguro que eres uno de ellos, pues eres galileo.

C. Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar:

S. —No conozco a ese hombre que decís.

C. Y en seguida, por segunda vez, cantó el gallo. Pedro se  acordó de las palabras que le había dicho Jesús: «Antes de que  cante el gallo dos veces, me habrás negado tres», y rompió a  llorar.]

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos,  los letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y,  atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato.

Pilato le preguntó:

S. —¿Eres tú el rey de los judíos?

C. El respondió:

+. —Tú lo dices.

C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas.
Pilato le preguntó de nuevo:

S. —¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan.

C.  Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba  en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían  cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a  pedir el indulto de costumbre.
Pilato les contestó:

S. —¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?

C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado  por envidia
Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que  pidieran la libertad de Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:

S. —¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?

C. Ellos gritaron de nuevo:

S. —Crucifícalo.

C. Pilato les dijo:

S. —Pues ¿qué mal ha hecho?

C. Ellos gritaron más fuerte:

S. —Crucifícalo.

C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y  a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio —y  reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron  una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle  el saludo:

S. —¡Salve, rey de los judíos!

C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y,  doblando las rodillas, se postraban ante él.
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa.  Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del  campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rulo, lo  forzaron a llevar la cruz.
Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «La  Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo  crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver  lo que se llevaba cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la  acusación estaba escrito: EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron  con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se  cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un  malhechor.»
Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:

S. —¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres  días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.

C. Los sumos sacerdotes, se burlaban también de él diciendo: 

S. —A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el  Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y  creamos.

C. También los que estaban crucificados con él lo insultaban.
Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la  media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:

+.—Eloí Eloí, lamá sabactani. (Que significa: Dios mió, Dios mió,  ¿por qué me has abandonado?)

C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:

S. —Mira, está llamando a Elías.

C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la  sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo:

S. —Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.

C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:

S. —Realmente este hombre era Hijo de Dios.

[C. Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre  ellas Maria Magdalena, Maria la madre de Santiago el Menor y de  José y Salomé, que cuando él estaba en Galilea, lo seguían para  atenderlo; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.

Al anochecer, como era el día de la Preparación, víspera del  sábado, vino José de Arimatea, noble magistrado, que también  aguardaba el Reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le  pidió el cuerpo de Jesús.

Pilato se extrañó de que hubiera muerto ya; y, llamando al  centurión, le preguntó si hacia mucho tiempo que había muerto.

Informado por el centurión, concedió el cadáver a José. Este  compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana y lo  puso en un sepulcro, excavado en una roca, y rodó una piedra a la  entrada del sepulcro.

Maria Magdalena y Maria, la madre de José, observaban dónde  lo ponían.]

Comentario a la Palabra

“Destruiré el Templo”

Se han llamado chamanes, sacerdotes, lamas,… Desde tiempos inmemoriales, ciertos hombres han acaparado el control del acceso a la divinidad. En sus manos, la llave de un inmenso poder, pues todo ser humano necesita, especialmente en el zenit de su vida o en su ocaso, ese bien escaso que solo ellos pueden proveer. Linajes de brujos o jerarquías sacerdotales han administrado los templos y ejercido el monopolio de sus rituales: el sacrificio que calma la ira divina e impetra el perdón de los pecados.

Siempre había sido así, e Israel no era una excepción. Pueblo especialmente religioso, su Templo, el único lugar del país donde se podían ofrecer sacrificios legítimos, se había convertido en el edificio más grande del territorio y el negocio más pingüe para quienes lo gestionaban. La clase sacerdotal era el verdadero poder fáctico de la nación, intermediarios y correveidiles del Imperio pagano que gobernaba el mundo.

El profeta de Israel estaba lleno de rabia. “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” –había dicho a sus seguidores, hombres y mujeres corrientes, totalmente carentes de cualquier halo sagrado. “El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados” Había declarado ante el estupor de los fariseos.

¿Por qué no se quedaría en Galilea, donde la gente le quería, donde estaba seguro? ¿Por qué tuvo que subir a Jerusalén, a meterse en la boca del lobo?

Llegó al Templo y los echó a todos, vendedores y cambistas de dinero. “El celo de su casa me consume”. Quería derribar con su cuerpo el Templo, que no era ya la puerta del cielo, el lugar de la Presencia, sino el tapón que impedía que el cielo se derramara a raudales sobre la tierra sedienta. “El tiempo se ha cumplido. Está llegando el Reino de Dios”.

Lo que sucedió después, lo que hemos leído hoy en el Evangelio de la Pasión, no fue más que la consecuencia lógica y previsible. Los sumos sacerdotes no podían consentir que un don nadie como él retara su poder, en su propio interés y en interés de todos los monopolizadores del perdón de Dios y del acceso a su comunión. Había que matar al que venía a destruir el Templo. Era defensa propia, e contaban con los resortes de su inmenso poder y la complicidad del aún más poderoso Imperio.

La violencia empleada sin miramientos es capaz de eliminar cualquier resistencia, ¿alguien lo dudaba? Le iban a aplastar como a un gusano, le iban a suspender desnudo sobre una cruz. Se mofarían de él y lo torturarían hasta desangrarlo, hasta descoyuntar sus huesos. Que doliera solo pensar en él, que su recuerdo cause horror, hasta que su memoria, como la de tantos otros, empape las arenas del olvido.

¿Eres tú el rey de los judíos? Le preguntó Pilatos. “Tú lo dices” –Fue toda su respuesta. Jesús no se resiste, no miente, solo la sencilla verdad y su cuerpo desarmado. Le van a destrozar –no quiere imaginárselo– pero no va a ceder por ello. Un instinto de esperanza le sostiene aun cuando grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Oyeron su alarido en la distancia Pedro y los otros valientes, que ni siquiera se atrevían a acercarse. “Y el velo del Templo se rasgó”.

Había subido a Jerusalén a destruir el Templo y eso fue lo que sucedió. Fue obra del mismo Dios. La tupida tela que velaba la entrada a la cámara sagrada, la cortina que impedía el acceso a Dios –sólo el sumo sacerdote podía pasar una vez al año– ya no estaba ahí. Las piedras permanecían, pero el Templo ya no era el Templo.

A los tres días de su muerte, dos personas -¿un hombre y una mujer?- caminan hacia Emaús, decepcionados. “Creíamos que sería el libertados de Israel”. Un extranjero se les junta en su ruta. Al final de la jornada, le invitan a pasar a su casa: “Quédate con nosotros, pues la tarde cae”. Era Él. Le reconocieron al partir el pan.

Desde entonces le reconocemos también nosotros, los que creemos en Él, al partir el pan. Ese pan que bendijo y partió en la última ocasión que tuvo de cenar con sus discípulos, ese vino que compartió, pasando la copa entre todos. Nunca más un Templo, una casta sacerdotal, sacrificios, complicados rituales. Dios se ha hecho accesible. Su perdón y su amor están ahí para todos. Bastará un poco de pan y vino, una comunidad dispuesta a invocar su nombre, hombres y mujeres que como él sientan rabia contra toda jerarquía que somete y excluye, personas sencillas dispuestas, como él, a poner nuestros cuerpos a disposición del Reino de Dios.