29 de abril. Cuarto Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4, 8-12.

En aquellos días, Pedro, lleno de Espíritu Santo, dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros.

Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 117.

Antífona: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.  
Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres,
mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes.

Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación.  
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.  
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.

Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor.  
Tu eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo.  
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la primera carta del apóstol San Juan 3, 1-2.

Queridos hermanos:

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!  El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.  Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 10, 11-18

En aquel tiempo, dijo Jesús:

«Yo soy el buen Pastor.  El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.

Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.

Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que atraer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.

Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla.  Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente.  Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.».

Comentario a la Palabra:

Seremos semejantes a Él

En uno de los despachos de mi parroquia, hay una fotografía aérea del barrio, tomada en la época en que empezaba a urbanizarse esta parte de Madrid,  a comienzos de los años setenta. Cerca de la ahora céntrica Plaza de Castilla, junto al solar sobre el que se levantan hoy las Cuatro Torres, pasta un rebaño de ovejas. No hace tanto que este país, hoy obsesionado por el diferencial de la prima de riesgo, vivía aún de la tierra.

Ninguna nostalgia, ciertamente, para un tiempo que para mi generación y otras más jóvenes pertenece a un pasado casi irreconocible, un tiempo en el que pastores y ovejas formaban parte del paisaje. La metáfora del buen pastor, tan cotidiana para los contemporáneos de Jesús, requiere una introducción para los que aprendimos qué era una oveja viendo Heidi.

La parábola no es, obviamente, un llamamiento a comportarnos como borregos. Ha de interpretarse desde la clave de la relación personal  entre el Pastor y las ovejas, imagen del mutuo conocimiento entre Cristo y cada creyente: “Conozco a las mías y las mías me conocen” –dice Jesús. Tener fe no es, ante todo, profesar una serie de verdades, sino vivir una amistad con Dios a través de Cristo. 

Una de las grandes transformaciones del Vaticano II (sí, mejor hablar de “transformación” que entrar en la dialéctica de “ruptura” versus “continuidad”) fue un replanteamiento del concepto de Revelación, que es como decir que este Concilio, de cuyo inicio vamos a celebrar este otoño el cincuentenario,  redefinió qué entendemos por Fe.

Fe y Revelación son dos caras de la misma realidad, vista desde el lado de Dios (Revelación) o desde el nuestro (Fe). Dios se revela, nosotros los humanos creemos. Los Concilios de Trento (1545-1563) y Vaticano I (1869-1870) privilegiaron una forma de concebir la Revelación. Según la teología de estos concilios, Dios reveló verdades que había que creer. Aún hoy, muchos católicos siguen pensando que la fe consiste en poder creerse cosas inverosímiles. Más fe tienes, cosas más increíbles te puedes creer. Tener poca fe te lleva, sin embargo, a “tener dudas”.

En una de las cuatro “Constituciones” que resumen las principales conclusiones del Vaticano II, llamada Constitución Dogmática “Dei Verbum” sobre la Divina Revelación, podemos leer:

“Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2)

Dios no revela verdades, se revela a Sí mismo, y nos llama a una comunión. En Cristo, Dios se hace creíble, se gana nuestra confianza. No es un tirano que nos vigila desde el Cielo, sino una presencia amiga. En Jesús, Dios nos ama a cada uno, con un amor humano. Comparte nuestras alegrías y penas, nuestras esperanzas y angustias. Nos ha amado hasta el extremo, hasta dar la vida. Y así nos da vida. Es lo que celebramos en este tiempo de Pascua.

Como cualquier metáfora, la del Buen Pastor tiene también sus limitaciones. Oveja y pastor pertenecen a especies distintas. La oveja nunca llegará a ser pastor. Pero esto es justo lo que niega la Segunda Lectura de hoy, tomada de la Primera Carta de San Juan: “Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”.

“Hijos de Dios” es una metáfora que nos lleva más allá de este límite. Los hijos sí pueden convertirse en lo mismo que sus padres. Seremos semejantes a Él. Es más, somos ya, como Cristo, hijos. No es una declaración de principio: “Todo ser humano tiene la dignidad de hijo/a de Dios”. La Primera Carta de Juan expresa un asombro. Es la experiencia de quien se comunica con Dios como con su Padre y Madre, y ve su vida trasformada al acoger su Misterio.