27 de mayo. Pentecostés

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 1-11

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?

Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 103.

Antífona: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo;
envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras.
Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13.

Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo.
Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.

Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

SECUENCIA.

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»

Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»

Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»

Comentario a la Palabra:

“Todos hemos bebido
de un solo Espíritu”

La aparición del Resucitado que recuerda el evangelio de hoy pertenece a las apariciones de intención mixta, pues tiene intención apologética y también misional.  Ésta última es la que hoy nos interesa ya que se refiere a la donación del Espíritu Santo que faculta para el perdón de los pecados.  La alusión al retener es sólo una peculiaridad del lenguaje semita, que menciona los dos extremos de la realidad para indicar la totalidad.  Para retener los pecados no hace falta ninguna capacitación del Espíritu.

La misión de los Apóstoles, enviados a difundir el mensaje evangélico por el mundo entero, es el argumento de la primera lectura, que narra el primer Pentecostés. 

Comparada con la historia de los siglos siguientes – y comparada con la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy – la historia de la difusión del cristianismo que ofrece el libro de los Hechos de los Apóstoles es un relato entusiasmante.   Aunque la realidad se presente algo idealizada, el cristianismo de los primeros años estuvo marcado por lo que hoy cansinamente echamos en falta: eficacia, testimonio atrayente, abundancia en dones y frutos espirituales.

Un dato constante en el relato del libro de los Hechos es la afirmación del Espíritu Santo o también del Espíritu de Jesús como fuerza impulsora y como guía de la difusión del cristianismo.  Hasta en el trazado de los planes de actuación, los Apóstoles no son sino instrumentos de la acción del Espíritu.  Y este servicio al Espíritu no solamente se afirma, como en siglos posteriores, sino que incluso se demuestra.

La descripción de Pentecostés como un vendaval y un terremoto (Hechos 2,1-4) tiene los tonos de una nueva creación en la que el mundo antiguo es  sacudido en sus cimientos.  La recepción del Espíritu en conexión con el bautismo significaba para los convertidos integrarse en la comunidad de los fieles, borrando las distinciones sociales, religiosas, étnicas e, incluso, de jerarquía dentro de la Iglesia.  Los cristianos provenían de todas las naciones del mundo (Hechos 2,9-11) y el Espíritu se daba a todos los grupos sin diferencia de edad, jóvenes y ancianos (Hechos 2,17-18), a los de cerca y a los de lejos (Hechos 2,38-39), a los samaritanos (Hechos 8,15-17), a los “turcos” favorecidos con el primer viaje misionero de san Pablo (Hechos 15,8), a los inicialmente evangelizados por Apolo (Hechos 19,5-6).  En Cesarea, ciudad de residencia para el procurador romano, en casa del centurión Cornelio se repite el fenómeno de Pentecostés, de modo que Pedro comprende que “no se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros” (Hechos 10,47).

En los primeros años la Iglesia no estaba obsesionada con los problemas de organización ni con las estructuras de poder ni con las jerarquías en la Iglesia.  

Autoridad y Espíritu se identificaban hasta el extremo de que un decreto apostólico se presentaba como “decisión del Espíritu Santo y nuestra” (Hechos 15,28) y la misión de Pablo y Bernabé para el primer viaje se justificaba como iniciativa directa del Espíritu Santo, de modo que fueron enviados por la comunidad, que les impuso las manos, y por el Espíritu Santo (Hechos 13,2-4).   Será el Espíritu quien les marque el itinerario, sobre todo, cuando se trate de dar el salto de Asia a Europa (Hechos 16,6-7).

Pero no hemos de pararnos en la acción global del Espíritu.  Bautizados no tanto en el agua sino ante todo en el Espíritu (y en fuego, Mateo 3,11; Lucas 3,16), el cristiano se siente capacitado para “caminar como hijo de la luz” (Efesios 5,8), siguiendo “los pa­sos del Espíritu" (Gálatas 5,25).  Si el Espíritu es el origen de la vida cristiana, hemos de seguir la norma del Espíritu.

Esta comprensión de la vida en Cristo podía llegar en los primeros tiempos a un oscurecimiento de lo que para nosotros es fundamental en la conciencia de nuestro ser personal, la conciencia de nuestro YO.  La apertura al Espíritu de Cristo exigía una forma de experiencia extática, tal como reflejan la experiencia de Pentecostés, el primero en Jerusalén y el segundo en la casa del centurión Cornelio.  Saltando las inhibiciones de una intervención en público, también los carismáticos de nuestros días reflejan fenómenos de pérdida de control similares a los que se daban en la comunidad de Corinto.  Aunque con reservas y algo a regañadientes, Pablo los tuvo que aceptar, ya que él mismo reconocía “haber perdido el juicio (exístemi) por Dios” (2 Corintios 5,13).  Como Pablo, los cristianos no han de vivir “para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5,15).

Dominada por el Espíritu, la persona vive en una “sobria embriaguez”.  Esta expresión recuerda los versos del himno latino: Laeti bibamus sobriam ebrietatem Spiritus (“alegres bebamos la sobria embriaguez del Espíritu”, himno de Laudes para la I y III Semana).  El gozo es don del Espíritu, no es algo que subjetivamente sale de nuestro interior, sino que es la participación en la salvación ofrecida por Jesús.  Este gozo es origen de las actitudes positivas ante la vida: “Por lo demás, hermanos, alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros” (2 Corintios 13,11).  El gozo viene de fuera, como don del Espíritu y va hacia fuera, hacia las obras.  En este sentido, gozo es la experiencia de que la vida puede dar frutos del Espíritu (Gálatas 5,2-23).  El gozo es racionalidad serena, que permite observar con facilidad cuanto es la marca de una vida en justicia.

Este gozo se expresa también en la voluntad de vivir.  El pecado contra el Espíritu es incapacidad de hacer frente a la realidad, sensación de estar presos.  Consecuencia de esta situación es la muerte, “salario” del pecado, que es enfermedad del alma.  Es evidente que en tal perspectiva la redención equivale a una liberación en sentido antropológico, no exterior, superando los efectos rituales del bautismo en agua.