17 junio
Domingo XI del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura de la profecía de Ezequiel 17, 22-24.

Así dice el Señor Dios: «Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una  tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 91.

Antífona: Es bueno darte gracias, Señor.

Es bueno dar gracias al Señor
y tocar para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad.

El justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano;
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios.

En la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso,
para proclamar que el Señor es justo,
que en mi Roca no existe la maldad.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios 5, 6-10.

Hermanos:

Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor.  Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos este cuerpo.  

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 4, 26-34.

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.  La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.  Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»

Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.»

Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender.  Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

Comentario a la Palabra:

Sin que él sepa cómo

Las dos parábolas del evangelio de hoy pertenecen al grupo de las llamadas “parábolas de crecimiento”: la del sembrador, la de la semilla que germina por sí sola y la del grano de mostaza.  A ellas hay que añadir la parábola de la levadura, que se encuentra en los evangelios de Mateo y Lucas, así como en el evangelio apócrifo de Tomás, no en el de Marcos.  La enseñanza común a estas parábolas, que más bien podríamos definir comparaciones porque el componente narrativo ha sido recortado al mínimo, es que el reinado de Dios puede tener un principio muy sencillo, pero encierra una virtualidad muy grande, inimaginable a partir de sus orígenes tan humildes.

La parábola de la semilla que crece sola se encuentra únicamente en el evangelio de san Marcos.  O faltaba en la fuente de dichos de Jesús, de donde tomaron Mateo y Lucas los textos doctrinales del evangelio, o bien la descartaron porque podía prestarse a malentendidos.  Desde luego resulta chocante la afirmación de que “la tierra va produciendo la cosecha ella sola”.  El texto griego lo dice de forma todavía más atrevida, al utilizar el adjetivo automáte, como destacando el hecho de que la tierra da el fruto automáticamente, a partir de la semilla, de la cual van saliendo “los tallos, luego la espiga, después el grano”.  Una progresión de crecimiento maravilloso.  La mención de la hoz cuando llega la siega ha hecho pensar que se ha colado aquí el lenguaje de otro género de parábolas, las de juicio.  En concreto, parece un eco de Joel 4,13:  “Empuñad la hoz, pues la mies está madura”.

Si nos atenemos a la peculiaridad de la parábola en el evangelio de Marcos, encontramos una enseñanza que va en contra de lo que tantas veces se presenta como lenguaje típicamente cristiano.  Se deja de lado la insistencia en la moral del esfuerzo y se pide confiar en la fuerza original que toda persona lleva dentro.  Nada de insistir, nada de contrariar.  Más bien hay que respetar los ritmos de cada persona, porque cada uno tiene sus tiempos propios de maduración.

Tendríamos aquí una enseñanza que aprueba la técnica de una psicoterapia en la que nada se impone desde fuera, sino que se busca a lo largo de un lento diálogo en el que habla el paciente y el psicoterapeuta sencillamente escucha, que sea el mismo enfermo quien descubra el camino hacia la superación de su mal.  ¿Es admisible adoptar esa técnica en un proceso cristiano?

La parábola de la mostaza reforzaría este enfoque de la maduración espiritual desde el interior de la persona, “automáticamente”, respetando el ritmo que cada uno ha de seguir para llegar a una decisión sobre su conducta.   El comienzo es casi insignificante.  La semilla de la Brassica nigra, como se la conoce en botánica, no llega a dos milímetros de diámetro.  Cuando alcanza su desarrollo pleno puede llegar a una altura de cuatro metros y medio. Llamarle “árbol”, dendron, como hacen Mateo y Lucas resulta algo exagerado, pues en realidad será solamente un arbusto.  Pero tampoco nosotros distinguimos con rigor ambos términos.  Marcos no le llama ni una cosa ni otra y hasta mantiene la imagen más fiel, pues no dice que los pájaros vayan a habitar en sus ramas, sino que habitan “a la sombra de sus ramas”.

Estos detalles de redacción tienen su importancia para valorar la enseñanza original de estas parábolas.  El reinado de Dios comenzó de una forma poco menos que insignificante en un apartado rincón del mundo sometido al imperio de Roma.  Los cambios que en principio introdujo Jesús en el constructo religioso y moral del judaísmo parecían mantenerse en un tono menor: sanar a los enfermos, convocar un grupo de discípulos de entre los pescadores del mar de Galilea, presentar a los niños como tipo del candidato del reino.  Y, sin embargo, aquella enseñanza tenía una virtualidad para cambiar el mundo.  No había que forzar nada, sino dejar crecer aquella semilla por sí misma.

No es tan utópico ni imposible, aunque pueda parecerlo a primera vista.  Casi por tendencia nos repugna la imagen contraria, la del santo superlativo, el de las virtudes heroicas.  Como rechazamos por instinto a quien presume de su fuerza, a quien pretende lograrlo todo a sangre y fuego, a quien osa hacernos santos a fuerza de puños, con sangre, sudor y lágrimas.

En estas semanas en que leemos los textos de los profetas de acción, Elías y Eliseo, encontramos una imagen que misteriosamente avanza esa imagen de un Dios que no aprueba la fuerza salvaje de Elías retando a una competencia de magia y eliminando a los profetas de Baal, cuatrocientos cincuenta perdedores.  Tras su peregrinación al monte Horeb, Elías descubre que Dios no estaba en el huracán ni en el terremoto ni en el fuego, sino “en el susurro de una brisa suave” (1 Reyes 19,12).

R. M. Rilke se entusiasmaba con esta imagen:  “Te encuentro en todas estas cosas, a las que demuestro mi bondad como si fuera su hermano.  Tú te haces presente como semilla en lo pequeño, pudiendo demostrar también tu grandeza con lo grande.  Este es el maravilloso juego de fuerzas, que está al servicio de todas las cosas:  crece con vigor en la raíz, se achica en los tallos y surge con fuerza como resucitando en la copa del árbol”.

“Sólo al sol y a la lluvia se abren las flores del campo”.  Solamente la paciencia del educador que sabe sentarse y escuchar logrará llegar a una decisión que perdure al ser admitida con cierta espontaneidad por quien habrá de llevarla a la práctica.

Aunque no se mencione explícitamente, queda claro que la fuerza automática de la tierra para germinar es debida a la acción de Dios.  Aunque el sembrador sea “un hombre”, aunque sea Pablo quien plante y Apolo quien riegue, es Dios quien hace crecer, de modo que quien planta es nada, ni tampoco quien riega, sino Dios que hace crecer (1 Corintios 3,6-7).