1 de julio
Domingo XIII del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de la Sabiduría 1, 13-15;  2, 23-24.

Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra.  Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo, y los de su partido pasarán por ella.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 29.

AntífonaTe ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.  
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante; su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.  
Cambiaste mi luto en danzas.  
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios 8, 7. 9. 13-15.

Hermanos:

Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad. Porque ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar.  En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad. Es lo que dice la Escritura: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba.»

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 5, 21-43.

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago.  Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»

Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba.

Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años.  Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor.  Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría.

Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado.  Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado el manto?»

Los discípulos le contestaron: «Ves como te apretuja la gente y preguntas: ´´¿Quién me ha tocado?``»

Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido.  La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.  Él le dijo: «Hija, tu fe te ha curado.  Vete en paz y con salud.»

Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija ha muerto.  ¿Para qué molestar más al maestro?»

Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»

No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.  Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.  Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»

Se reían de él.  Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).

La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años.  Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

Comentario a la Palabra:

Salvación en el atasco

El pasado viernes, fuimos en coche desde Madrid a Granada para asistir a la asamblea de socios de Acoger y Compartir. Pasado el pueblo de Valdepeñas, a unos 200km del inicio de nuestro viaje, nos encontramos con un atasco monumental. Unas obras en la autovía eran la causa una caravana de coches detenidos que se extendía por kilómetros. Allí estuvimos casi parados durante dos horas, pero hubo quien sacó provecho de aquello. Por miedo a quedarnos sin gasoil, nos acercamos a una pequeña estación de servicio, de esos que están en medio de la nada. Había largas colas para conseguir combustible y algún refresco. No daban abasto. Los dueños  estaban haciendo el negocio de su vida.

El evangelio de hoy habla también de atascos y de las posibilidades que puede abrir incluso una situación tan enojosa. Jesús regresa a la orilla judía del Lago de Genesaret y la multitud se amontona para recibirle. Algo inesperado sucede. Llega el jefe de la sinagoga. Normalmente, un personaje así no formaría parte del “comité de recepción” de alguien tan heterodoxo como Jesús, pero la desesperación le empuja: “Su hija está en las últimas”. Urge al Maestro que le acompañe a su casa. El cortejo trata de avanzar lo más rápidamente que puede por las estrechas calles de Cafarnaún, pero el atasco es monumental. Habrá aquí también quien se aproveche.

El jefe de la sinagoga y la hemorroísa ocupan dos extremos opuestos en la escala social. Jairo es varón, rico, con todas las ventajas de ser el líder religioso en una sociedad extremadamente religiosa. De ella, no se nos dice ni siquiera el nombre. Es mujer, pobre –ha gastado todo su haber en médicos–, enferma y para colmo impura. Según la Ley de Israel, la mujer está “sucia” durante siete días a partir del día que tiene la regla. Durante esa semana, contamina con su impureza a toda persona que la toque (Levítico 15, 19). La situación debía ser cuanto menos incómoda para cualquiera que estuviera sana, para esta enferma era algo insoportable: Durante doce años ha vivido en una situación de permanente impureza y exclusión social. Como a Jairo, la empuja también la desesperación, que le lleva a romper el tabú de no entrar en contacto con nadie. El atasco es su oportunidad.

Cuando llevas una hora atrapado sobre una franja de asfalto en la inmensidad de La Mancha, la gente empieza a hacer tonterías. Unos salen de su coche haciendo aspavientos, otros sacan fotos con sus móviles, algunos se retuercen sobre sus asientos… ¡La mujer llevaba con su vida atascada doce años! No era solo la enfermedad, ya de por sí debilitante y molesta, ¡la estúpida norma de la impureza, que le impedía hacer su vida! Harta debía estar, como esas mujeres saudíes que protestan, porque no se les permite hacer algo tan cotidiano como conducir.

Por fin, la hemorroísa toca a Jesús. Antes de que los relatos de los evangelios adquirieran la forma escrita en la que han sido preservados hasta hoy, pasaron varias décadas en las que se recordaron y transmitieron de forma oral. Así, al narrarse una y otra vez, estas historias fueron fundiéndose con las experiencias de los hombres y mujeres que las contaban. De este modo, el relato de la mujer con flujo de sangre incorpora también la historia de conversión de tantos cristianos, que al escuchar y recontar esta historia, la hicieron suya, conservando su recuerdo.

Con miedo y temblando, consciente de lo que había acontecido en ella, la mujer, tras una inicial hesitación, se adelanta, se arroja a los pies de Jesús y le confiesa “toda la verdad” (la versión oficial traduce “le confesó todo”, una traducción más literal sería “le dijo toda la verdad”). Para los cristianos que transmitieron esta historia, un milagro era también lo que les había pasado a ellos. En el encuentro con el evangelio, algo había cambiado en sus vidas; finalmente, ante la comunidad reunida, se sintieron impulsados a declarar “toda la verdad”. Algunos exegetas piensan que las palabras “Tu fe te ha salvado” formaban parte de una fórmula pronunciada en el momento del Bautismo (La traducción oficial utiliza el verbo “curar”, pero el significado más inmediato del verbo “sōzō” que aparece tres veces en este pasaje –versículos 23, 28 y 34– es “salvar”).

¿Sabía esta mujer quién era verdaderamente aquel que le había sanado? ¿O lo tomaba por un simple curandero, eso sí, extremadamente eficaz? Lo decisivo no es cómo ella le ve a Jesús, sino cómo Jesús la ve. Le busca con la mirada y la llama “hija”. No es una impura, una excluida. Como la hija del archisinagogo, ella es miembro de pleno derecho de la comunidad. Acogiendo esa mirada podrá hacer su propio camino.

Desgraciadamente, Jesús había perdido demasiado tiempo con este caso. En el entretanto, la hija de Jairo ha muerto “¿Para qué molestar más al Maestro?”. En nuestra lógica de la escasez, si uno gana, otro pierde. Esta vez a una niña de doce años le ha tocado perder, nada menos que la vida. Pero en la lógica del Reino, la gracia de Dios no está tasada. ¡Hay salvación para todos!

Con la resurrección de la niña, ambas mujeres trenzan sus historias: La niña bien, la hija del jefe de la sinagoga, y la mujer llevada a las cuerdas por la enfermedad y una sociedad que hace las cosas tan difíciles a las mujeres. Ambas son hijas y ambas son salvadas.

En el evangelio de hoy, la salvación tiene la inmediatez de lo corporal: cuerpos enfermos y cuerpos que se apiñan en la calle; una mano que toca y una mirada que busca; una mujer que se postra y Jesús que coge de la mano para levantar.  Y después llega la palabra, “toda la verdad”.