23 de septiembre
Domingo XXV del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de la Sabiduría 2, 17-20.

Se dijeron los impíos: «Acechemos al justo, veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 53.

Antífona: El Señor sostiene mi vida

Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder.  
Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.

Porque unos insolentes se alzan contra mí,
y hombres violentos me persiguen a muerte,
sin tener presente a Dios.

Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida.  
Te ofreceré un sacrificio voluntario,
dando gracias a tu nombre, que es bueno.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol Santiago 3, 16—4,3.

Queridos hermanos:

Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males. La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera. Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia. ¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra. No tenéis, porque no pedís.  Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 9, 30-37.

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.  Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.»

Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»

Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.  Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»

Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»

Comentario a la Palabra:

Acoger a Dios en un niño

En tiempos de Jesús, el derecho romano reconocía la adopción, pero a diferencia de hoy, esta figura raramente se aplicaba a los niños. La finalidad de la adopción era dar continuidad a un apellido o una dinastía. En estos casos, se prefería adoptar a personas ya adultas; se escogía normalmente un hombre de confianza del padre adoptivo, con cualidades probadas para asumir las responsabilidades de ser el próximo patriarca. Este modo de entender la adopción, prevalente en las clases altas de la sociedad a la que pertenecía Jesús, estaba en las antípodas de lo que se propone en el evangelio de hoy.

El domingo pasado, veíamos cómo Cristo iniciaba su última peregrinación hacia Jerusalén. Por primera vez, anunció que iba a ser entregado a las autoridades, sería crucificado y a que los tres días resucitaría. En aquella escena, el evangelista nos contó que Pedro le tomó a parte y le increpó, pero no nos permitió escuchar el contenido de la conversación que tuvo lugar entre Cristo y su discípulo. No sabemos lo que le dijo Pedro, sólo la reacción airada del Maestro: “Apártate de mi vista, Satanás”.

En el pasaje de hoy, Jesús, por segunda vez, anuncia su muerte y resurrección. La reacción de los discípulos nos da la pista de cuál era el problema que venían arrastrando: Están obsesionados por el poder.

Partiendo de Cesarea de Filipo, en el extremo norte de Israel, Jesús y los suyos atraviesan Galilea hacia el sur. Jesús no quiere ver a nadie. Tiene una prioridad de la que no quiere apartarse: instruir a sus discípulos. Pero estos parecen estar distraídos con otro tema: quién es el más importante.

Cristo toma un niño y lo pone de pie en medio del círculo de discípulos. Podemos imaginarlo como niño o niña (la palabra griega paidíon es de género neutro y se aplica igualmente a ambos). Sería probablemente un chico de la calle, una criatura abandonada por sus padres, abocada a una vida brutal y  a una más que probable temprana muerte.

Cuando uno pone pie en un poblado africano, se ve rodeado de niños. No son escasos y bien aseados como los nuestros de Europa. Son multitud. Algunos muestran las marcas del abandono o la malnutrición.

Jesús toma uno de estos pequeños y lo pone en medio de unos discípulos preocupados de ser los más importantes. “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” –les dice.

Acoger a un niño así, que aparentemente no tiene nada que ofrecer, salvo la necesidad de ser cuidado, es acogerle a él –dice Jesús–, y eso es como acoger al mismo Dios.

La hospitalidad a los extranjeros es una de las costumbres más ancestrales. Para Las antiguas culturas de Oriente Medio y de la cuenca Mediterránea, la práctica de la hospitalidad era algo sagrado, pues el extranjero que nos visita es portador de un secreto don. Su extrañeza nos asusta, pero esconde la promesa de ensanchar los horizontes de nuestra vida. Junto a la encina de Mambré, Abrahán, el primer creyente, acogió a tres viajeros. Un año después, la tienda de que compartía con Sara se ensanchó con el nacimiento de su Isaac, el hijo del milagro que hará posible la continuidad de la bendición de Dios.

Durante los años que duró su misión pública, Jesús viajaba con los suyos confiándose a la hospitalidad de extraños. Una vez en Jericó, se encontró con un hombre que se había encaramado a un árbol para verle pasar. Le dijo: “Zaqueo, baja de ahí, que hoy tengo que alojarme en tu casa”. El encuentro transformó para siempre aquel hombre de turbia fortuna: Decidió reparar el daño que había causado e iniciar una vida en la que el compartir con los pobres pasó a ser una prioridad.

En el pasaje de hoy, Jesús ofrece vivir esta experiencia también a nosotros: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.”

Dios entra en nuestra vida como este niño, desarmado y pobre; y como un niño, se adueña de ella. Es un misterio que solo se comprende cuando se vive. Todo aquel que haya acogido un niño, nacido en la familia o adoptado, lo sabe.

A los que no tenemos hijos, ni naturales ni adoptados, Jesús nos entrega también el secreto de cómo acoger a Dios: servir a aquellos necesitados que, sin saberlo, son portadores de la bendición.