14 de octubre
Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de la Sabiduría 7, 7-11.
Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 89.
Antífona: Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría.
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuando?
Ten compasión de tus siervos.
Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Danos alegría, por los días en que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción,
y sus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta a los Hebreos 4, 12-13.
La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 10, 17-30.
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡que difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
Pedro su puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura, vida eterna.»
Comentario a la Palabra:
Vende lo que tienes y sígueme
Todos los concilios ecuménicos anteriores –los veinte– se convocaron para afrontar alguna grave crisis, normalmente provocada por una herejía o un cisma: El primero, el de Nicea (año 325), tuvo como objetivo condenar a Arrio y sus heterodoxas ideas sobre la divinidad de Cristo; Trento (1545-1563) trató de responder a los retos de la Reforma Protestante. El penúltimo concilio, el Vaticano I (1870), había mostrado también una actitud defensiva contra un mundo crecientemente hostil.
No así el Concilio Vaticano II. Había pasado más de siglo y medio desde la Revolución Francesa (1789) inició un largo período de graves dificultades y persecuciones. Durante ese tiempo, la Iglesia sufrió no sólo la pérdida de los viejos privilegios del Ancient Régime, oleadas de crueles persecuciones llevaron a muchos creyentes, especialmente sacerdotes y religiosos/as, al martirio: el terror posrevolucionario en Francia, la Kulturkampf en Alemania, la revolución de Calles en Méjico, la Guerra Civil española,…
Pero en los años 1950, la Iglesia se sentía de nuevo fuerte: los seminarios diocesanos y los noviciados de las órdenes religiosas estaban llenos. Alemania, cuna del protestantismo, estaba gobernada por el católico Adenauer; otro católico, De Gaulle, era presidente de la República Francesa. Franco y Salazar eran jefes de estado de España y Portugal. Por primera vez en la historia, Estados Unidos iba a tener también un Presidente católico, J. F. Kennedy. A pesar de que la persecución arreciaba aún en los países comunistas, la Iglesia gozaba de un respeto y un florecimiento como no se recordaba en siglos.
Entonces el Señor le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
¿Eran los padres conciliares, los más de 2000 obispos reunidos durante las cuatro sesiones del Concilio, entre 1962 y 1965, conscientes de las convulsiones que sus disposiciones iban a provocar? Querían renovar la Iglesia: aggiornamento, puesta al día, era uno de sus mantras; pero ante todo quisieron sumergirse en ese nuevo Pentecostés que había soñado Juan XXIII, el Papa Bueno.
Una amplísima mayoría respaldó decisiones que hubieran parecido increíbles solo unos años antes:
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La Iglesia es Pueblo de Dios. Todos sus miembros, laicos, clérigos o religiosos, están llamados a la plenitud de la vida cristiana. Todos somos corresponsables (Constitución sobre la Iglesia LUMEN GENTIUM).
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La eucaristía es la celebración de este Pueblo. La participación de todos ha de ser “plena, activa y comunitaria”. “El genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos” deben encontrar expresión en la liturgia. (Constitución Dogmática SACROSANCTUM CONCILIUM sobre la Sagrada Liturgia)
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La Palabra de Dios ha de estar al alcance del Pueblo, como su guía y alimento. Los católicos debemos conocer y amar la Biblia (Constitución Dogmática DEI VERBUM sobre la Divina Revelación)
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“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”. La Iglesia se pone al servicio de la familia humana en su búsqueda de la justicia y la paz, en una actitud de diálogo y servicio (Constitución Pastoral GAUDIUM ET SPES sobre la Iglesia en el Mundo Contemporáneo)
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“Este Sacrosanto Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, cooperen diligentemente en la empresa ecuménica” (Decreto UNITATIS REDINTEGRATIO sobre el Ecumenismo)
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Las autoridades civiles deben “tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos”, ¡no solo de los católicos! (Declaración DIGNITATIS HUMANAE sobre Libertad Religiosa)
Rowan Williams, arzobispo de Canterbury, ha dicho al Sínodo de Obispos reunido estos días en Roma:
“No resulta sorprendente que estemos todavía, cincuenta años más tarde, luchando con muchas de las mismas cuestiones y con las implicaciones del Concilio; y entiendo que la preocupación de este Sínodo con la nueva evangelización es parte de esa continua exploración en el legado del Concilio.”
El Vaticano II no es una ruptura con la tradición de la Iglesia. Muestra la vitalidad de esta Tradición para responder a nuevos retos, para evolucionar en fidelidad al Evangelio. Sí, las propuestas del Concilio han colocado a la Iglesia en un lugar mucho menos estable, más a la intemperie de las grandes convulsiones que sacuden nuestro mundo.
Jesús añadió: “Hijos, ¡que difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”
¡O en el poder y la seguridad de unas estructuras inamovibles!
La opción, como siempre, es nuestra. El Espíritu Santo no fuerza jamás. Hay quienes afirman con la boca chica que la Iglesia se equivocó con aquel Concilio. O que no es para tanto, que no hay que darle tanta importancia, ¡al fin y al cabo ha habido veinte concilios antes! A algunos prelados se les ve con semblante triste y hasta crispado.
Rowan Williams continúa:
“El rostro humano que los cristianos queremos mostrar al mundo es un rostro marcado por la justicia y el amor, es decir, un rostro formado por la contemplación, por las disciplinas de silencio y libertad de sí mismo y de los objetos que nos esclavizan y de los instintos no examinados que nos engañan. Si la evangelización es cuestión de mostrar al mundo el rostro humano “sin velo” que refleja el rostro del Hijo vuelto hacia el Padre, debe conllevar un compromiso serio de promover y nutrir tal oración y práctica. Es claro que esto no equivale a decir que la transformación “interior” es más importante de que acción por la justicia; más bien hay que insistir que la claridad y energía que necesitamos para el trabajo por la justicia requiere que hagamos espacio para la verdad, para la realidad de Dios”
Esa tarea que el Concilio nos encomendó a todos: sacerdotes y obispos, madres y padres de familia, catequistas, religiosas y religiosos, … de vivir una comunión como Pueblo de Dios, de abrirnos al ecumenismo, de dialogar con el mundo contemporáneo, de comprometernos con la defensa de los más pobres,… sigue ahí, solicitando nuestro compromiso.
El Espíritu Santo sigue soplando, … como una brisa suave.