2 de diciembre
Primer Domingo de Adviento
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de Jeremías 33, 14-16
«Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: «Señor—nuestra—justicia».»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 24.
Antífona: A ti, Señor, levanto mi alma.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.
Las sendas del Señor son misericordia y lealtad
para los que guardan su alianza y sus mandatos.
El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses 3, 12-4, 2
Hermanos:
Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos. Y que así os fortalezca internamente, para que, cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios, nuestro Padre. En fin, hermanos, por Cristo Jesús os rogamos y exhortamos: Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios; pues proceded así y seguid adelante. Ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 21, 25-28. 34-36
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedaran sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.
Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.».
Comentario a la Palabra:
“Manteneos en Pie
ante el Hijo del Hombre”
Al comenzar el Adviento, cuando ya las calles se adornan para celebrar la Navidad, en la iglesia nos toca leer evangelios que angustian el alma con anuncios del fin del mundo. Propiamente se trata de la segunda venida del Señor. Algo que pocos comprenden, pues ya a duras penas comprenden el alcance de la primera. Si la liturgia dejara de pulsar la tecla apocalíptica, el mensaje del Adviento podría orientarse más bien a reanimar nuestra esperanza haciendo repicar ya las campanas festivas de la Navidad.
El fragmento del evangelio de san Lucas que leemos hoy, pertenece al llamado discurso apocalíptico, que se lee también en los otros dos evangelios sinópticos. Sobre el fondo de la destrucción de Jerusalén por las tropas romanas el año 70 de nuestra era, se proyecta el gran cataclismo que pondría fin al mundo. Aunque las gentes vagarán “enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje”, se nos exhorta a “pedir fuerza para escapar de todo lo que está por venir y mantenerse en pie ante el Hijo del hombre”.
Pedir fuerza para escapar de un mundo que se tambalea significa buscar en la oración la fuerza para no sucumbir a la tribulación, a la enfermedad, a la depresión. Con frecuencia cuando las cosas se tuercen, muchas personas se rebelan contra Dios preguntando “¿Por qué a mí?” La pregunta justa sería “¿Por qué a mí no?” Si tantas personas se encuentran en la misma situación desesperada, ¿qué privilegio podemos nosotros exhibir para no vernos arrastrados por el mismo huracán?
Afrontar esa posibilidad y hacer frente también a todas las amenazas reales o imaginadas que cuelgan sobre la vida en nuestro planeta, no ha de encoger nuestro espíritu. Tanto el futuro de nuestra vida como el futuro del mundo hemos de verlos a partir del misterio de Dios. Todo ser mortal está por definición llamado a morir. Esta perogrullada no ha de cerrar nuestro horizonte, pues Dios está por encima de nuestra contingencia. Que hasta el Hijo ignore el día y la hora indica que el futuro que Dios reserva “a los elegidos” (esto es, a toda la humanidad creada con el mismo amor) no es imaginable ni descriptible.
El futuro queda así desvirtuado, desacralizado, vacío de ese poder sobrehumano que fácilmente nos aterra. Podemos tener la confianza de que entraremos en él como un lugar dispuesto por Dios. Si creemos que Dios es Señor del mundo, hemos de creer que Él es también Señor de nuestro futuro. “Eliminará la muerte para siempre”, dice ya Isaías 25,8. “La muerte ha sido engullida por la victoria”, dice san Pablo (1 Corintios 15,54).
Atendiendo a la dificultad de penetrar en el imaginario apocalíptico, es preferible buscar una interpretación personalista, que quizá dé razón más justa de la realidad de fondo. De esta forma no colaboramos con el gozo morboso con que muchos siguen utilizando esas imágenes. Y hoy ya no son únicamente los predicadores tremendistas, que gozan con “las postrimerías”. Son también quienes anuncian el fin de la vida en nuestro planeta, porque el petróleo se acaba, el aire es ya irrespirable, la tierra cultivable se acorta sin tregua, sube el nivel del agua en el mar, los bosques se tornan desiertos.
Como frases enteras de los discursos apocalípticos están tomadas casi tal cual de la literatura judía contemporánea, surge en seguida la cuestión de si este lenguaje fantástico responde a lo que cabe imaginar en Jesús o bien es una composición para situar al Maestro en el clima en que se movía la predicación religiosa popular de aquel tiempo. La misma designación de Hijo del Hombre parece tomada del lenguaje apocalíptico de Daniel (7,13) y escritos similares apócrifos de la tradición judía (4 Esdras, Parábolas de Enoc). En el uso cristiano es una autodesignación de Jesús, típica del evangelio de Marcos, que lo utiliza hasta catorce veces. De ellas, nueve están en un contexto relacionado con la pasión; dos se encuentran en pasajes relativos al comienzo de la actividad de Jesús en Galilea; tres, como en el evangelio de hoy, están en textos apocalípticos. La expresión Hijo del Hombre indicaría originalmente el bar nasha o también bar `enosh, términos arameos para designar una figura mítica, gigante, que toca el cielo con la cabeza y con los pies pisa la tierra, uniendo así los dos extremos. Esta designación aludía a la cristología primitiva del evangelio de Marcos, desde donde pasó a los otros Sinópticos. Cristología primitiva porque en lenguaje llano la expresión Hijo de Hombre equivale al hebreo ben adam y significa simplemente “persona”. En labios de Jesús equivale a la designación con que llanamente se refería a sí mismo: “yo”. Quizá por eso mismo la expresión no tuvo éxito en la cristología posterior y pronto fue sustituida por la de Mesías o Hijo de Dios. En las cartas de san Pablo se aprecia bien la distancia respecto de Marcos, el evangelio más primitivo, pues el gesto de amor de Dios a la humanidad se describe diciendo que Dios no perdonó a su propio Hijo. Tal expresión sería impensable en Marcos.
En este tiempo nuestro de saturación de superteologías, que con frecuencia, en lugar de aclarar, más bien embrollan el contenido de la fe, esa designación más directa y sencilla de Jesús tiene sus ventajas. Por eso conviene dejar de lado el presupuesto del origen apocalíptico de la expresión, que está por demostrar. Hijo del Hombre sería entonces la expresión preferida por Jesús para referirse a sí mismo. Una expresión elemental, quizá balbuciente, pero que nos basta, porque indica que Jesús compartió nuestra misma humanidad, nuestro destino en un mundo incierto y con frecuencia cruel. En los textos en que se anuncia la Pasión, indicaría además el ofrecimiento de la vida por todos los demás miembros de la humanidad, sus hermanas y hermanos. El signo del Hijo del Hombre sería al fin la misma humanidad que Cristo comparte con nosotros. Mirando al futuro, sería también la imagen de la persona recreada, renacida por gracia de Cristo. Ésa sería también la meta hacia la que hemos de hacer confluir todos los esfuerzos de hominización y transformación del mundo, preparando el Nacimiento del Hijo de Dios.