2 de junio. Corpus Christi
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro del Génesis 14, 18-20
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salen, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abrán, diciendo:
«Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos.»
Y Abrán le dio un décimo de cada cosa.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 109.
Antífona: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos estrado de tus pies.»
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora.»
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.»
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 11, 23-26
Hermanos:
Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.»
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía.»
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.»
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.»
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.»
Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
Comentario a la Palabra:
“Dadles Vosotros de Comer”
(Lucas 9,13)
El evangelio de este domingo parece pensado más para el día de la Caridad que para la solemnidad del Corpus Christi. Afortunadamente ambos temas coinciden en la celebración del Corpus desde hace unos años. El evangelista san Juan cambió el rito del pan y del vino por el gesto sorprendente de Jesús lavando los pies de sus discípulos.
Junto a la comida ritual de la última Cena, en la que pan y vino son ante todo elementos sacramentales de la Nueva Pascua, Jesús organizó comidas campestres o festivas en las que se comía y bebía el alimento normal – pan, pescado, vino – con la única diferencia de que, tal como sucedía en los primeros siglos cristianos, aquellos alimentos se comían “eucaristizados”, esto es, con un significado o simbolismo espiritual añadido. Al recibir los alimentos “eucarísticamente” o sea con la acción de gracias previa, se insistía en el deber de compartir el alimento y todos los bienes que, al ser recibidos como un don o regalo divino, nadie se atrevía a considerarlos como exclusivamente suyos. El nuevo estilo cristiano rechazaba que cada familia sacara su cesta de provisiones, para organizar su comida aisladamente, separado de los demás (1 Corintios 11,17-22).
Con una intuición que pretendía superar el realismo fisicista de algunas interpretaciones de la presencia de Jesús “hecho pan” en la Eucaristía, el himno Sacris Solemniis, atribuido a Santo Tomás de Aquino, canta que “lo viejo tiene que dejar lugar a una renovación completa que abarque corazones, mentes y obras” (recedant vetera, nova sint omnia, corda, voces et opera). La gran novedad del culto cristiano está en haber eliminado los ritos sacrificiales, un elemento que casi todas las religiones antiguas consideraban fundamental. La muerte de Jesús y su resurrección sustituían sobradamente a todos los sacrificios.
La novedad del nuevo ritual está indicado en la tradición de la Cena, que nos recuerda la segunda de las lecturas de hoy. La carta a los Hebreos ve un presagio de esta novedad en la ofrenda, para nada sacerdotal ni sacrificial, que el rey de Salem hace a Abrahán cuando regresa victorioso de la batalla contra la coalición de reyes orientales: le ofreció “pan y vino” y le bendijo. El nuevo sacerdocio, ajeno a los círculos de la casta y del poder propiamente sacerdotal, es el que se atribuye al rey de Israel en el ritual de la entronización (Salmo Responsorial). Melquisedec y los reyes de Israel eran sacerdotes de un nuevo estilo. Así sería también el sacerdocio de Jesús. Los laicos, no los sacerdotes de profesión, han de ser considerados auténticos “sacerdotes según el rito de Melquisedec”.
Todo esto se deja de lado cuando se enfoca la celebración de la Eucaristía en términos tradicionales. Las palabras de Jesús en la Cena se entienden comúnmente en el sentido de que el Pan se ha hecho Cuerpo y el Vino se hace Sangre. ¿Por qué no entenderlas en el sentido más obvio de que en adelante la carne de los sacrificios antiguos será sustituida por el pan, como alimento compartido eucarísticamente en memoria de Jesús, y que la sangre de los viejos sacrificios será en adelante el vino de la celebración eucarística?
No será fácil llegar hasta ese punto, pero sería positivo. Ante todo, porque de esta forma la celebración de la eucaristía sería del todo “comunión”. San Pablo lo entendía así, al denunciar que se traiciona el sentido de la Cena cuando ésta no promueve una participación y distribución justa de los bienes (1 Corintios 11,17-22). La comunión se realiza no sólo al compartir nuestros bienes con los demás, sino en primer lugar al aceptar lo que Jesús significa para nosotros por su doctrina y por el ejemplo de su vida.
La comunión realiza nuestra integración con la gracia de Cristo y con la Iglesia. La comprensión más amplia de la comunión sacramental va más allá del sólo recibir a Jesús realmente presente en la hostia consagrada, pues ése es el primer paso para participar de los dones pascuales de Cristo. Por medio de esta participación los fieles se transforman ellos mismos en “cuerpo de Cristo”. Y no solamente de forma espiritual, sino incluso corporal, pues en toda la celebración la Eucaristía se hace presente con referencias constantes al cuerpo: el pan que es cuerpo, cuerpo de los celebrantes, cuerpo de la Iglesia, cuerpo de quienes comulgan. “Cuerpo de Cristo”, se dice al presentar la hostia y se responde: “Amén. Lo afirmo, porque lo creo”. Afirmando la presencia de Cristo, no solamente en el pan y vino, no solamente en las palabras precisas de la consagración, sino en el conjunto de la celebración se actualiza la obra de la salvación como un don de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia al mundo (Juan 6,33).
Las palabras de Jesús en la última Cena son inseparables del resto del relato. Tanto o más importantes que la fórmula “esto es mi Cuerpo”, son las palabras con las que Jesús comunicó el sentido de toda su vida: “Tomad, comed, bebed”. Son los gestos que le dieron a conocer entre la gente hambrienta a la que él se encargó de alimentar. Y son los gestos que hoy podemos prolongar uniendo Eucaristía y Solidaridad, Comunión y Caridad. El sacrificio de la misa no es una “representación” sino un hacer presente, “perpetuándolo” sacramentalmente, el sacrificio de la cruz. La eucaristía es “memorial” y misterio cultual del sacrificio visible confiado a la Iglesia para que lo actualice.
El realismo sacramental defendía que Jesús se hace pan, de modo que, mediante una especie de nueva encarnación, en la eucaristía se hace presente la carne física de Cristo, bajo las apariencias del pan y del vino. Esta explicación degeneró en una comprensión naturalística de la causalidad del rito que producía la presencia sacramental de Jesús, cuando de hecho era el sacrificio de Jesús el que se hacía presente en la celebración. Esta distinción se oscurece nuevamente, cuando la adoración del Sacramento prevalece sobre la celebración y cuando la celebración se considera acción privada e individual del celebrante.