23 de junio.
Domingo XIIde T. Litúrgico

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PRIMERA LECTURA.

Lectura de la profecía de Zacarías 12,  10-11;  13, 1

Así dice el Señor: 

«Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. 

Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito.

Aquel día, será grande el luto en Jerusalén, como el luto de Hadad‑Rimón en el valle de Meguido.» 

Aquel día, se alumbrará un manantial, a la dinastía de David y a los habitantes de Jerusalén, contra pecados e impurezas.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 62.

Antífona: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. 

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma esta sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.

Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas 3,  26-29

Hermanos: 

Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. 

Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. 

Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres,
porque todos sois uno en Cristo Jesús. 

Y, si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán y herederos de la promesa.

EVANGELIO.

Lectura del santo evangelio según san Lucas 9, 18-24

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?»

Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.» 

Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» 

Pedro tomó la palabra y dijo: «El Mesías de Dios.»


Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.»

Y, dirigiéndose a todos, dijo: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.»

 

Comentario a la Palabra:

“El que Pierda su Vida por mi Causa
la Salvará”
(Lucas 9,24)

El evangelio nos pone hoy ante una exigencia que recuerdan, en términos casi idénticos, los tres evangelistas sinópticos.  Marcos añade como un motivo adicional a la renuncia de la propia vida por Jesús, la entrega de la vida por el evangelio:  “quien pierda su vida por mí y por el evangelio” (Marcos 8,35).  Mateo cambia “salvar la vida” por “encontrarla”.

“Tomar la cruz” es una expresión que aparece hasta cinco veces en los evangelios sinópticos y también, en forma muy semejante, en el evangelio copto de Tomás:  “quien no llevare la cruz como yo, no es digno de mí” (n.55).  Una formulación muy próxima se lee en Lucas 14,25.  “Tomar la cruz” y “negarse a sí mismo” se integran en un bloque literario que trasmiten también de manera idéntica los tres evangelistas sinópticos: la confesión de Pedro identificando a Jesús (Lucas 9,18-21; Marcos 8,27-30; Mateo 16,13-20); el primer anuncio de la pasión (Lucas 9,22; Marcos 8,31-33; Mateo 16,21-23); la exigencia de la renuncia para seguir a Jesús (Lucas 9,23-27; Marcos 8,34-9,1;  Mateo 16,24-28); la Transfiguración (Lucas 9,28-36; Marcos 9,2-10; Mateo17,1-9).  La afirmación paradójica de que para salvar la vida hemos de perderla ha de entenderse en ese contexto.  De otra manera falseamos peligrosamente el sentido de la exigencia de Jesús.  Se trata de liberarnos del egoísmo a fin de dilatar el valor de nuestra vida.

La confesión de Pedro se queda a medio camino en el reconocimiento de la identidad de Jesús.  Él dio un nuevo giro al mensaje de conversión que urgía el Bautista.  Una vez que salió del círculo de acción de Juan, Jesús comenzó a actuar a su modo, al servicio del evangelio;  en lugar de preocuparse por hacer a los judíos mejores judíos,  Jesús quiso acercarse a los habitantes de Galilea, de Siria y de Fenicia para que sintieran la cercanía de Dios en la vida de cada día (Marcos 1,14-15).  Nada más lejos de la actuación feroz de Elías en su lucha contra la idolatría.  Dios no se manifiesta ni en el huracán ni en el terremoto ni en el fuego, sino en el susurro de la brisa (1 Reyes 19,11-12).  Ni Lucas ni Marcos citan a la tercera figura, el profeta Jeremías, como opinión de “los hombres” sobre Jesús.  Lucas refleja la opinión de “las gentes” que ven en Jesús a uno de los profetas antiguos vuelto a nacer.

Hablando en nombre del grupo de discípulos, Pedro ve en Jesús al Mesías, “Mesías de Dios”, según san Lucas.  Ni Marcos ni Lucas han recogido la exaltación de Pedro, “la Piedra”.  Pero los tres evangelistas coinciden en la imposición de silencio sobre el mesianismo de Jesús, que nada tenía en común con el Mesías-Rey, el triunfador sin entrañas que “en el día de su ira amontona cadáveres y pone a los enemigos como estrado de sus pies” (Salmo 110).  Dejando el título de gloria, Jesús prefiere ser conocido como “el Hijo del Hombre”, que habrá de “padecer mucho” a manos del sanedrín en pleno:  ancianos, sumos sacerdotes y escribas.  Ese Mesías paciente es el que nos invita “a todos” a seguirle “cargando con nuestra cruz cada día”.

Aunque aceptó los riesgos de llevar hasta el final su programa, Jesús no fue un campeón heroico del sufrimiento.  Aceptó voluntariamente la muerte por fidelidad a su misión.  Las viejas justificaciones del camino inevitable que llevó a Jesús a morir en la cruz como exigencia de la justicia divina han introducido un razonamiento salvaje en la teología de la cruz.  Ni la pasión de Jesús ni el sufrimiento del mundo tienen que ver con las tesis de la expiación y la satisfacción.  Más bien la ejecución (apoktanzénai) de Jesús en la forma de pena capital más vergonzosa, turpissima mors, que conocía la civilización romana, puso de manifiesto la depravación intrínseca de las teorías expiatorias.

Seguir el camino de Jesús exige renunciar a la teología de la gloria y aceptar la teología de la cruz.  Marcos y Mateo han recogido la resistencia de Pedro que, actuando de tentador, pretendió apartar a Jesús del camino de la cruz.  Lucas ha omitido esa escena en la que Jesús echa atrás a Pedro (vade retro, en la versión de la Vulgata, Marcos 8,33). Que, sin embargo, Jesús no propone un seguimiento masoquista, sino un testimonio de liberación, lo demostrará el diálogo con Moisés en el monte de la Transfiguración.  Allí Jesús recibirá el testigo de manos del Caudillo Liberador de la esclavitud en Egipto, a fin de proseguir “el éxodo que Jesús había de completar en Jerusalén” (Lucas 9,31).

Aceptar la cruz de cada día exige que salgamos de nosotros mismos, de nuestro encierro egoísta, a fin de abrir nuestra vida para vivirla hacia los demás.  Sobre todo en el Oriente Próximo, donde la religión hasta el día de hoy es fuertemente endógena, la conversión al cristianismo exigía en los primeros tiempos la ruptura con el hogar y con las tradiciones patrias.  Quien pretendía ser discípulo de Cristo tenía que “odiar” al padre, a la madre, a la esposa, a los hijos, a los hermanos y a las hermanas e, incluso, para que no faltara nadie, “hasta la propia vida” (Lucas 14,26).  Hasta el día de hoy el cristianismo es la religión más perseguida y renegada en muchas partes del mundo.

                Donde no existe persecución abierta, el evangelio de este domingo exige una opción radical no para machacar nuestra vida con el sufrimiento, sino para aceptarnos a nosotros mismos con nuestras cualidades y miserias, con nuestras enfermedades y fracasos.  Una opción para renunciar a toda posesión abusiva de poder y de dinero, a fin de que los bienes de que disfrutamos lleguen también a la mayor parte de la humanidad.  Los primeros cristianos supieron orientar la organización de la Iglesia de modo que todos se sintieran iguales en dignidad y beneficiarios de los bienes comunes.  Orientando la violencia extrema del cristianismo palestino hacia el combate interior, se desarrolló una estrategia antiviolenta que hoy hemos de continuar.  Incluso exigiéndonos tomar la cruz de cada día, Jesús quiso que no olvidáramos el evangelio, que buscáramos en su nombre lo que hace feliz a las personas y da sentido gozoso a su vida.