13 de octubre. Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura del segundo libro de los Reyes 5, 14-17.
En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo: «Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor.»
Eliseo contestó: «¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.»
Y aunque le insistía, lo rehusó. Naamán dijo: «Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 97.
Antífona: El Señor revela a las naciones su justicia.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo 2, 8-13.
Querido hermano:
Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna. Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 17, 11-19.
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
Comentario a la Palabra:
El asombro de la fe
Las lecturas de hoy presentan a un militar sirio y a un leproso samaritano como ejemplos de fe. Es como si en la homilía de este domingo propusiéramos a un náufrago musulmán y a un notorio ateo como modelos de personas cercanas a Dios. A veces, la Biblia es así de transgresora con sus propios cánones.
Naamán había conocido la existencia del profeta Eliseo gracias a una de las esclavas de su mujer, una joven secuestrada, separada violentamente de su familia por los sirios durante una de sus razias en territorio hebreo. La desesperación por no poder librarse de la lepra llevó al general a tomar el improbable camino hacia la tierra que sus soldados habían saqueado, pero tras una primera visita a Eliseo –quien le manda bañarse siete veces en el río Jordán– se retira ofendido: “El Abaná y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿Es que no podría bañarme en ellos y quedar limpio?” –exclama herido en su orgullo. Sus servidores, sin embargo, le insisten en que haga lo mandado por el profeta: “Total, ¿qué pierdes por probar?” –le vienen a decir. Y se cura.
A Naamán le sobrecogió el asombro. No podía dar crédito a sus ojos que contemplaban un cuerpo limpio, con la piel como la de un chiquillo. Corre a dar las gracias al profeta y a ofrecerle regalos, pero Eliseo, insobornable, los rechaza. En una pirueta de creatividad, el militar decide entonces cargar sus carros con tierra de Israel para poder seguir adorando a este Dios que se había acercado a él y le había curado.
El protagonista del relato del evangelio es también un extranjero y un potencial enemigo. Unos capítulos antes en el relato de Lucas, los samaritanos habían rechazado dar hospitalidad a Jesús porque éste era un judío se dirigía a Jerusalén (Lc 9, 53); entonces algunos de los discípulos, montados en cólera, habían hablado de quemar su aldea.
¿Por qué es este samaritano el único en regresar para dar gracias a Jesús? ¿Y por qué entre las muchas cosas asombrosas que hizo Cristo, el evangelista ha seleccionado esta historia? Lucas fue discípulo de Pablo, el gran misionero y teólogo que escribió con gran hondura sobre cómo el cristiano es justificado por la fe y no por las obras de la ley. ¿Qué enseñanza de Cristo quiere transmitirnos con este pasaje el evangelista?
La reflexión en torno a estas preguntas nos lleva a cuestionarnos qué es la fe.
El papa Francisco dijo recientemente en una entrevista: “Tenemos que hacer espacio al Señor, no a nuestras certezas, hemos de ser humildes”. Ser creyente es vivir de Dios, no de la seguridad que proporcionan las doctrinas de la Iglesia, las costumbres de la devoción religiosa o la “identidad católica”.
La fe es el asombro del encuentro con un Dios que se acerca sin avasallarnos, que tiene misericordia de nosotros y nos cura por la única razón de que estamos heridos. Él no está cerca sólo de aquellos que pueden exhibir sus méritos, sino de todo ser humano sin excepción.
Las rutinas de la religión pueden hacernos olvidar lo maravilloso que es el don de la fe, del mismo modo que los que no padecemos graves enfermedades nos olvidamos a menudo de lo precioso que es la salud. La fe tiene la profundidad de esa alegría que siente la persona que es curada de sus graves heridas en un hospital de campaña cuando ya daba su vida por perdida. O la que irradiaba esa mujer que tras un accidente casi mortal tenía la gallardía de llevar un llamativo parche para tapar el ojo que había perdido, a juego con el color de su vestido o su barra de labios.
El capítulo 14 del Levítico detalla los complejos rituales que se han de realizar para certificar la curación de la lepra. Los nueve leprosos que no regresaron a dar gracias solo pretendían seguir lo establecido por la Ley, es más, obedecían las palabras que Cristo mismo les había dicho al mandarles presentarse a los sacerdotes. Sólo el samaritano –que no había recibido adecuada educación religiosa– es el que se deja atrapar por el asombro, invierte el sentido de su marcha y corre hacia Jesús.
Ahora que los cristianos vamos siendo minoría, quizás podamos darnos cuenta mejor del don precioso que es la fe. “Si morimos con Cristo, viviremos con él” –dice San Pablo a Timoteo– “Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” –continúa escribiendo. La fe es vivir la amistad con un Dios que no cesa de asombrarnos por su fidelidad. Que está siempre ahí y a quien no le podemos impresionar con nuestro brillante currículum vitae. Ante él sólo podemos mostrarnos como somos, con toda humildad –es decir, en la verdad desnuda de nuestra humanidad herida. Por eso la fe nunca nos coloca en una posición de superioridad ante nadie. Solo nos toca dar testimonio de que lo que hemos recibido gratis está a disposición también de todos aquellos a los que la vida ha herido.
Beatificación de 6 mártires redentoristas en Cuenca
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"DIOS PADRE NUESTRO, QUE POR EL BAUTISMO Y LA PROFESIÓN RELIGIOSA ASOCIASTE AL BEATO JOSÉ JAVIER Y A SUS COMPAÑEROS CIRIACO, MIGUEL, JULIÁN, VÍCTOR Y PEDRO AL MISTERIO SALVADOR DE TU HIJO, Y LES CONCEDISTE DAR TESTIMONIO DE LA ABUNDANTE REDENCIÓN POR SU FIDELIDAD HASTA EL MARTIRIO, TE PEDIMOS QUE NOS CONCEDAS, POR SU INTERCESIÓN, FORTALEZA EN LA FE Y GENEROSIDAD EN EL AMOR. POR JESUCRISTO, NUESTRO SEÑOR. AMÉN"