24 de noviembre.
Fiesta de Jesucristo, rey del Universo
PRIMERA LECTURA.
Lectura del segundo libro de Samuel 5, 1-3.
En aquellos días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: «Hueso tuyo y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro rey, eras tú quien dirigías las entradas y salidas de Israel. Además el Señor te ha prometido: ‘Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel.’»
Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 121.
Antífona: Que alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”.
¡Que alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Colosenses 1, 12-20.
Hermanos:
Demos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Él es imagen del Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de él fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por él y para él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 23, 35-43.
En aquél tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.» Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.»
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.»
Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Comentario a la Palabra:
De las tinieblas a la luz
Celebramos el final del año litúrgico, congregados no en la Puerta del Sol, a los pies del reloj de las doce campanadas, sino entorno a Cristo en la cruz, coronado de espinas y franqueado por dos ladrones que –cada uno sobre su cruz– sufren una muerte humillante y horrenda. Con semejante perspectiva no es extraño que nuestras iglesias no estén tan llenas como las plazas de ciudades y pueblos en la Nochevieja.
Se acerca la navidad, tiempo de sueños y de fiesta, de regalos y lotería, uno de cuyos anuncios proclama este año como slogan: “La libertad es el premio”. La vida es rutinaria, aburrida, llena de obligaciones absurdas a las que debemos someternos para sobrevivir. Los millones del premio arrancan al protagonista del spot de su miserable día a día y le hacen volar con una libertad sin restricciones en un sueño en el que escapa a todas las limitaciones.
Los seres humanos somos puentes tendidos entre el cielo y la tierra, entre lo visible y lo invisible. A finales de los años ochenta del pasado siglo, se hizo patente en la mente de millones de ciudadanos de la Europa del Este la mentira de la ideología comunista que los tenía esclavizados; cuando el miedo se agrietó en sus corazones, el muro de hormigón armado que partía Berlín en dos se derrumbó por sí solo. Lo invisible gobierna lo visible, esta vieja sabiduría de antiguas culturas se había hecho de nuevo realidad. Yo lo vi, fue en noviembre, 1989.
La tiranía que nos atenaza es más sutil que la de aquel telón de acero, pero la gente sigue teniendo ganas de escapar, de huir de la realidad. Cada vez más personas –jóvenes, pero no sólo– se comportan con resignada sumisión de lunes a viernes, pero llegado el fin de semana viven de noche, hasta las tantas de la madrugada, una realidad alternativa en la que persiguen la libertad.
La Carta a los Colosenses invita a dar gracias a Dios “que nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido”. Cristo vino a encender una fiesta en el corazón de la humanidad. Su promesa no es un escape de este mundo para aquel a quien le toque el Gordo (una posibilidad entre cien mil), sino empezar a disfrutar ya “la herencia de los santos en la luz”. Hemos sido redimidos de una vida sin rumbo, pero no para escapar a un cielo impoluto libre de conflictos: Cristo nos convoca en esta tierra nuestra hecha de luchas y trabajos.
Jesús en la cruz dice al ladrón que sufre su mismo suplicio: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Nosotros estamos también ahí –querámoslo o no– crucificados. Jesús rechaza bajarse de la cruz, optar por una vida más fácil, con menos dolor; él escoge ser humano hasta el final para estar cerca de cada persona que sufre. Por eso nos congregamos hoy –último día del año litúrgico– junto a esa cruz para decirle que es nuestro rey.
Hay una liberación en la alabanza. ¡Tú Cristo eres nuestro buen rey! El himno de la Carta a los Colosenses canta la gloria de Cristo, piedra angular del Universo, primogénito de los muertos, plenitud que reconcilia todos los seres del cielo y de la tierra, redentor nuestro.
El dibujante El Roto decía esta semana que “La solución para la monarquía sería la decencia pero lo veo complicado”. No es común tener poder y ser decente; esta ha sido la historia de los monarcas, incluido el mítico David, el mejor de los soberanos de Israel: Deseó una bella mujer, esposa de otro hombre, la hizo suya y luego mató al marido.
Cristo “no retuvo como botín ser igual a Dios”. Él es un rey que se abaja para estar junto a nosotros, incluso en el sufrimiento. Es ahí donde descubrimos que la vida tiene un sentido más hondo que el de “pasárselo bien”, que merece la pena abrazar incluso lo que duele por fidelidad a una tierra sobre la que podemos construir algo verdadero, un amor hecho de humanidad –y como tal limitado y mortal– pero abierto a la eternidad; con su lado visible de renuncias y trabajos, pero también con un algo invisible que nos habla de resurrección.