27 de abril.
Segundo Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 42-47.

Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.

Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno.

A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 117.

Antífona: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.

Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro 1, 3-9.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final.

Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe –de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo.

No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20, 19-31.

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»

Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»

Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»

Pero él contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»

Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»

Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»

Jesús le dijo: «¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Comentario a la Palabra:

VIVIR SIN MIEDO

Hace unos años, una monaguilla que estaba dejando se ser tan niña me confesó que tenía “dudas de fe”. Le respondí: “Eso es señal de que eres una chica inteligente y que estás creciendo. No hay nada preocupante en que tengas dudas”.

A veces, hemos entendido nuestra vida espiritual en términos tan intelectualistas que hemos identificado la fe con la creencia en ciertas “verdades”. No es que no tengan importancia, pero Jesús trata a Tomás como si sus dudas fueran solo una pobre excusa para no seguir avanzando.

Un centenar de amigos de Acoger y Compartir hemos vivido el Triduo pascual en El Hornico, un albergue rural situado en un bello paraje de Andalucía Oriental. Para mí la experiencia más honda de estos días ha sido la de sentirme “pueblo de Dios”, junto a niños que aún no sabían hablar, sus padres, madres, abuelos y abuelas.

Uno de los logros de la Modernidad ha sido la de valorizar al individuo y su autonomía. ¡Y ni un paso atrás en la defensa de los derechos humanos y en exigir respeto a la libertad de las personas!, pero somos algo más que individuos autónomos buscando cada cual su propia idea de felicidad.

La fe no es solo asentimiento interior, un “sí” suspendido de una conciencia aislada, al socaire de sentimientos mudables y de pensamientos que vienen y van. La fe es responsabilidad personal, pero también apoyarse en los otros, compartir un proyecto en comunidad.

Los discípulos estaban en una casa, con las puertas cerradas por el miedo, pero por lo menos estaban reunidos. Jesús se presenta en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros”. Lo contrario de la fe no es la duda, sino el miedo que paraliza. La fe es un éxodo de nuestros miedos –reconocidos o inconscientes. La duda no es sino una pobre excusa para no hacer el camino para ir de confianza en confianza hacia Dios.

Lo malo del asombro es que no se puede programar, por eso cuenta estar junto a aquellos que nos importan, aunque no haya previsto nada especial. No da igual estar que no estar. Tomás no estaba ese día junto a sus hermanos, cuando pasó lo impensable, la Resurrección de Cristo. Su duda nace de un no-estar con sus hermanos y le mantiene en ese aislamiento que paraliza. Jesús mismo se hace presente para disipar su duda y hacerle recobrar la comunión con él y con la comunidad.

En Navidad conmemoramos el Misterio de la Encarnación, Dios infinito que se hizo hombre en Belén, aceptando todas las limitaciones de nuestra naturaleza. En la noche de Pascua, celebramos cómo este hombre Jesús rompió los lazos de la muerte y estrenó para toda la especie humana la nueva vida de la Resurrección. Durante los días de Pascua hasta Pentecostés, somos testigos de otro Misterio quizás más sorprendente aún: El Resucitado entrega su Espíritu a un grupo de hombres y mujeres miedosos, con una temblorosa fe, para hacer de ellos su cuerpo.

Jesús nos ha confiado ser su presencia en la tierra, continuar en su nombre ese proyecto de fraternidad universal que él llamaba “Reino de Dios”. Después de dos mil años de historia, podemos decir que el riesgo que asumió ha sido demasiado alto, que los fallos –hasta crímenes– han sido escandalosos, que los cristianos “con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios” (Concilio Vaticano II). Y sin embargo, Dios sigue haciendo confianza en este Pueblo de hombres y mujeres falibles que llamamos Iglesia.

Tener fe es pertenecer a este Cuerpo de Cristo, al Pueblo de Dios. No es aceptar una serie de ideas, sino comprometerse junto a otros en un proyecto concreto, la de construir una fraternidad universal de la que nadie esté excluido. Esta fe requiere un acto consciente de la libertad y hasta un cierto esfuerzo, pero invita también a un descansar en otros y en Dios. No soy yo quien crea la fe, la recibo como una invitación del Señor, un regalo que llega a mí gracias a la mediación de otros que comparten conmigo su camino.

Esta fe me lleva a vivir sin miedo. ¿Qué puedo temer? ¿La muerte? Nuestro destino es la Resurrección. ¿La enfermedad? En esta Pascua en El Hornico, hemos sido testigos de que hay personas que incluso en las situaciones más difíciles viven con una sonrisa, sin miedo. Y sin ninguna presunción, pues no nos dijeron: “Yo puedo porque soy fuerte”, sino “Puedo porque me apoyo en vosotros y en la fe que he recibido”.

Vivir sin miedo. Sí, podemos.