6 de julio.
Domingo XIV del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura de la profecía de Zacarías 9, 9-10.
Así dice el Señor: «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica.
Destruirá los carros de Efraín, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones; dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 144.
Antífona: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día, te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.
El señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.
El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 9. 11-13.
Hermanos:
Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.
Así, pues, hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
Comentario a la Palabra:
Cargad con mi Yugo y Aprended de Mí
Excepto la invitación final a “todos los cansados y agobiados” a seguir a Jesús cargando con su yugo llevadero y su carga ligera, el texto del evangelio de hoy se encuentra casi tal cual en el evangelio de san Lucas (Lucas 10,21-22). El contexto, sin embargo, es diferente. En el evangelio de Mateo la alabanza por la revelación “a la gente sencilla”, “a los pequeños”, (nepios, un infante, un bebé), sigue inmediatamente al anuncio del castigo de las ciudades infieles, Corozaín, Betsaida, Cafarnaúm, peores que Tiro, Sidón y Sodoma. En cambio el evangelio de Lucas ha introducido entre la amenaza a las ciudades la descripción del regreso de los setenta y dos discípulos, alegres por el éxito de su misión.
Es posible encontrar en esta oración de alabanza y acción de gracias algo así como la expresión auténtica del alma de Jesús. Sobreponiéndonos a las cuestiones que por lo común encontramos en nuestra búsqueda de quién y cómo era realmente Jesús, en estas breves frases encontramos la respuesta de qué sentía y qué mensaje religioso quería comunicar a la humanidad.
Leída así, la respuesta es sorprendente. Aunque utiliza el lenguaje de los sabios de Israel, Jesús no habla ni como un sabio ni para los sabios. Tampoco habla como un profeta que fustiga el pecado del pueblo. Ni como un visionario que propone un futuro de grandes esperanzas. Jesús habla un lenguaje llano que puedan entender hasta los más humildes, hasta los más pequeños. El evangelio recoge la fórmula extrema del Salmo 8,3: “De la boca de los bebés y de los niños de pecho te preparaste alabanza”. Es la justificación de la muchedumbre que aclamaba a Jesús en su entrada triunfal a la ciudad y al Templo de Jerusalén (Mateo 21,16).
Esta apertura de la revelación a toda persona, incluidos los niños recién nacidos, parece reducirse a la relación entre el Padre y el Hijo y aquellos a quienes el Hijo lo quiera revelar. El conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo, la ampliación de ese conocimiento a los agraciados con la revelación del evangelio, son afirmaciones seguras dentro de la teología de la Trinidad y de la Cristología. Pero son afirmaciones que vuelan sobre nuestras cabezas sin tocar la realidad de nuestra vida. Las palabras de Jesús nos invitan a un conocimiento de Dios partiendo de la experiencia de familia, como el conocimiento entre padres, madre y padre, con sus hijos y el de éstos con sus padres. Aquí es donde podemos acercarnos al alma, a la oración personal de Cristo.
Como buen rezador, Jesús se dirige a Dios “Padre, Señor de cielo y tierra”, en términos de bendición o acción de gracias y de alabanza. El motivo concreto queda impreciso: “porque has escondido estas cosas, tauta, a los sabios y entendidos”. Quisiéramos saber qué cosas son las que han sido escondidas a los sabios y, por el contrario, han sido reveladas a los no iniciados, hasta a los niños de pecho. Es dudoso que esta formulación contrastada sea original de Jesús. Más bien refleja el tiempo en que los cristianos tuvieron que defender su ideario religioso al margen de la orgullosa superioridad intelectual del judaísmo.
En este clima de apología de la fe cristiana podemos comprender la invitación a tomar el yugo de Jesús. En el judaísmo se usa la expresión “tomar el yugo de la Ley o de los mandamientos”. En el lenguaje sapiencial, el yugo es también la instrucción: “someted vuestro cuello a su yugo y recibid instrucción: está ahí, a vuestro alcance” (Eclesiástico 25,26).
El seguimiento de Cristo resulta más llevadero que el peso de la ley, pues es seguir a quien se define como “manso y humilde de corazón”. Moisés fue recordado también como “hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra” (Números 12,3). La comparación con el carácter de Moisés y con su función como legislador de Israel se extiende a la promesa del descanso para el alma, citando las palabras de Jeremías 6,16: “preguntad cuál es el buen camino … y encontraréis sosiego, margo´a, para vuestras almas”. El sosiego es el descanso que el Señor retira a quienes sucumben a las tentaciones de la marcha por el desierto (Salmo 95,11).
Este evangelio da énfasis especial al descanso. Inevitablemente muchos de los asistentes a la misa se van a sentir aludidos por la invitación a buscar el descanso en Jesús: “venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os daré descanso, anapaúso”; “encontraréis descanso, anápausin, para vuestras almas”. El cansancio y el agobio son para la mayoría consecuencia de la presión a que les somete el ritmo de vida moderno. Para colmo, con frecuencia no encuentran en la iglesia sino un aumento de la angustia con que viven. Jesús promete el descanso porque trasmite la serenidad de quien vive confiado en Dios, de quien sabe unir su destino con el de Cristo madurando su persona con Él.
La oración de Jesús demuestra que hay otros mensajes religiosos distintos de la condenación de las ciudades que rechazaron a Jesús. La invitación a quienes están cansados de escuchar siempre el mismo lenguaje de condenación nos permite entrever que Jesús sabía hablar de manera distinta. Que incluso este mensaje de consolación era el más auténtico. Fue escogido por el evangelista al darnos la primera muestra del tono con que Jesús anunciaba su mensaje en las Bienaventuranzas sobre el “monte de la felicidad” como hoy le llaman los israelíes. Jesús no sentaba cátedra sino que se ponía a nivel de la gente atribulada para hablarle corazón a corazón, pues sabía escuchar con paciencia, con mansedumbre, y humildemente se situaba en el lugar del que sufre.
La primera lectura ve al Mesías entrando en Jerusalén no con la pompa de los oficiales romanos, sino “modesto, cabalgando en un asno, en un pollino de borrica”. Es un detalle que no se le pasó por alto a Jesús al preparar su entrada en Jerusalén (Mateo 21,2). Son gestos que hablan mejor que largos discursos, igual que los gestos con los que el papa Francisco ha querido marcar el nuevo estilo de su pontificado.