14 de septiembre
Exaltación de la Santa Cruz

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Números 21, 4b-9

En aquellos días, el pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo.»

El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes.»

Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: «Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla.»

Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado. 

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 77.   

Antífona: No olvidéis las acciones del Señor.

Escucha, pueblo mío, mi enseñanza,
inclina el oído a las palabras de mi boca:
que voy a abrir mi boca a las sentencias,
para que broten los enigmas del pasado.

Cuando los hacía morir, lo buscaban,
y madrugaban para volverse hacia Dios;
se acordaban de que Dios era su roca,
el Dios Altísimo su redentor. 

Lo adulaban con sus bocas,
pero sus lenguas mentían:
su corazón no era sincero con él,
ni eran fieles a su alianza.

Él, en cambio, sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía:
una y otra vez reprimió su cólera,
y no despertaba todo su furor.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2, 6-11

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. 

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 3, 13-17

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.»

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

 

Comentario a la Palabra:

Contemplar al Crucificado

La fiesta de hoy conmemora la consagración, en el año 335, de la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, un templo levantado por el Emperador Constantino en el lugar en el que se cree tuvo lugar la crucifixión de Jesucristo, así como el lugar de su enterramiento en una cueva próxima, por eso, los ortodoxos prefieren llamar a este templo Naós tēs Anastáseōs, Iglesia de la Resurrección.

Más allá de su origen histórico, lo que verdaderamente celebramos hoy es el amor hasta la muerte –y muerte de cruz– de Jesús, pero los antecedentes de la fiesta, que conmemora la inauguración de una basílica construida por el mismo imperio que le asesinó, debería prevenirnos de cómo las víctimas de la historia son a veces manipuladas por los mismos poderes responsables de su pasión.

La cruz es un instrumento de tortura diseñado no solo para causar el mayor dolor posible al reo, sino también para provocar el mayor terror posible en la población. El crucificado agonizaba durante horas (Pilatos se asombra de cómo Jesús había muerto “sólo” tras tres horas de indecible sufrimiento). Al dolor físico se unía la humillación, pues el reo era expuesto completamente desnudo a la vista de todos.

Era una pena de muerte reservada a los esclavos que se rebelaban contra sus amos y a los pueblos que trataban de sacudirse el yugo de Roma. Era la cruel advertencia del Imperio a quienes se atrevían a cuestionar su autoridad.

Nosotros –cristianos de Occidente– no vivimos bajo el terror de la persecución, como han vivido tantos cristianos en el pasado y viven en el presente en Irak, Siria, Níger, Nigeria, y en tantos otros lugares de nuestro mundo. Vivimos seguros y hasta con comodidades, pero nuestras vidas no están por ello exentas de miedo

El Imperio Romano alzaba cruces a la salida de las ciudades, adornadas con la carne real de los rebeldes, para advertir: “Si no queréis terminar así, más vale que os sometáis y viváis con miedo”. De manera más sutil pero igualmente eficaz, el sistema de triunfo social en el que nos hemos metido nos instila el miedo aún en los pasillos de pulcras oficinas: el miedo al fracaso, a ser unos perdedores, a que nos pase algo, a sufrir, … y el miedo que recapitula todos los demás: el miedo a la muerte.

Ese es el contexto en el que el evangelio nos invita a mirar al Crucificado. Al contemplarle, desaparecen nuestros miedos.

En la tradición cristiana, los Cantos del  Siervo de Isaías han sido leídos como premoniciones de la Pasión de Cristo:

“… Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado…” (Isaías 53,3)

El evangelio nos invita a contemplar a Aquel ante quien “se ocultan los rostros”, Aquel que no tiene aparentemente belleza alguna para descubrir en Él al “más bello de los hombres”.

En la Fiesta de la Exaltación de la Cruz, somos invitados a poner nuestros ojos en Jesús. Mirar a Jesús en la cruz es descubrir la belleza de un amor que se entrega. Lo que nos hace humanos no son nuestros éxitos y seguridades, nuestras riquezas, honores y títulos. Lo que nos hace humanos es amar y ser amados en nuestra vulnerabilidad.

Mirar a Jesús en la hora de su muerte es descubrir en él la belleza de la dignidad humana, que ningún poder imperial, ni el sufrimiento más deformante, pueden destruir.

Contemplar la cruz debería llevarnos a descubrir esta belleza los unos en los otros, especialmente –como tantas veces menciona el papa Francisco– en los más pobres, pero no siempre se ha sido entendido así. El predecesor de Francisco escribía:

“Para muchos cristianos, sobre todo, para los que conocen la fe de lejos, la cruz es una pieza del mecanismo de un derecho violado que tiene que restablecerse. Es el modo de restablecer con una expiación infinita, la justicia de Dios, infinitamente ofendida [... ] Esta concepción está muy extendida, pero también está muy equivocada. La Biblia no nos presenta la cruz como una pieza del mecanismo del derecho que ha sido violado”.

Benedicto XVI (un pensador profundo, pero hay que reconocer que es más difícil de entenderle que su sucesor) se refería con esta frase a los que creen que en la cruz, Dios castigó en Jesús el pecado de Adán, para reparar así la injusticia que aquella ofensa primigenia había introducido en la historia humana.

Afirmar algo así es un gran error: Jesús no murió en manos de Dios, sino en manos de hombres que habían optado por hacer del miedo la fuente de su poder.

Crucificando al rebelde quisieron aterrorizar a los que pudieran incubar la idea de seguir su ejemplo, pero a través de los siglos, los cristianos nos hemos reunido entorno a la Cruz para decir que no tenemos miedo, porque no creemos que la dignidad humana pueda ser destruida por  la tortura y el terror.

Hoy nuestros ojos en Jesús, llenos de agradecimiento. En nuestras voces una alabanza por Aquel que ha hecho indestructible la vida con su Pasión y su Resurrección.