1 de marzo.
Segundo Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18.

En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán, llamándole: «¡Abrahán!»

Él respondió: «Aquí me tienes.»

Dios le dijo: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré.»

Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña.  Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abrahán, Abrahán!»

Él contestó: «Aquí me tienes.»

El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada.  Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.»

Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza.  Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo.

El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: «Juro por mí mismo –oráculo del Señor-: Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa.  Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas.  Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 115.

AntífonaCaminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

Tenía fe, aun cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!»
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.  
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 31b-34.

Hermanos:

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 9, 2-10.

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos.  Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.  Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»

Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».

Comentario a la Palabra:

Subir al Tabor
y Bajar del Monte Moria

La felicidad iluminaba el Rostro de Jesús.  Así imaginamos el rostro del Señor en la escena de la Transfiguración.  Más que en los vestidos, la felicidad se reflejaba en sus ojos.  Al menos es lo que suele suceder normalmente entre nosotros.

Todo lo contrario de ese rostro feliz de Jesús sobre el monte de la Transfiguración tuvo que ser el rostro desencajado de Isaac al ver que su padre empuñaba el cuchillo para degollarlo.  Esta escena salvaje ha calado tan hondo en el arte y en la teología tanto judía como cristiana e islámica que el propósito de Abrahán nos parece admirable y hasta ejemplar.  La segunda lectura de hoy, tomada de la carta a los Romanos, sigue esa línea cruel:  “el Padre no perdonó a su propio Hijo”.  Sin embargo, esa escena es una de las fuentes de la violencia brutal que en nombre de Dios o de Alá ha practicado el cristianismo y sigue practicando la rama violenta del islam.  Como Abrahán, las madres musulmanas empujan a sus hijas todavía niñas a ceñirse de cargas explosivas para inmolarse en servicio a la causa de Dios.  Por el mismo Dios algunos grupos chiíes practican sobre la frente de sus hijos casi recién nacidos las incisiones sangrientas en honor de Hussein, el nieto de Mahoma, muerto en la batalla de Kerbala el año 680.

Si queremos limpiar la religión de violencia salvaje hemos de leer el relato de Abrahán hasta el final.  La voz del cielo le impide al Padre Abrahán consumar su propósito:  “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada”.  Para el sacrificio del país de Moria basta un carnero.  Un carnero, ni siquiera un cordero.  El carnero “enredado por los cuernos en la maleza” representa el machismo patricarcal que creía poder disponer a su capricho de la vida de toda su familia.  El carnero es lo que Abrahán tiene que sacrificar para borrar esa pretensión machista.

La manera justa de tratar a un hijo es dejarle vivir, ayudarle a crecer en libertad.  Los sacrificios humanos los practicaban algunos pueblos vecinos del antiguo Israel y los han seguido practicando los seguidores de religiones violentas.  Borrar la exaltación del sacrificio de Isaac exige redactar nuevamente las tesis de la pasión y muerte de Jesús.  Si tenemos valor para hacer algo que hoy, en plena tempestad yihadista, es más que urgente, será necesario redefinir los conceptos de redención, de satisfacción, de expiación.  Dios ni necesita ni quiere pagar rescate alguno por nosotros, ni el Hijo tiene que satisfacer por el pecado de la humanidad ni tiene que expiar las ofensas con que supuestamente la humanidad de tal forma se enfrentó a Dios que su cólera solamente pudo aplacarse cuando sacrificó a su propio Hijo.  Estas explicaciones pudieron servir en los tiempos bárbaros de la Edad Media, siguiendo algunas imágenes que tomó san Pablo de la más salvaje religión judía.  Hoy día producen sonrojo y vergüenza.

Isaac en la tradición judía, Ismael en la musulmana y Jesús en la cristiana representan el mismo ejemplo de quien está dispuesto a morir por Dios.  En esa disposición están las raíces de la violencia.  No es admisible que un niño, un ser humano,  obra maestra de la creación, sea apuñalado como ofrenda a un Dios sediento de sangre.  Y, sin embargo, Abrahán es alabado por estar dispuesto a sacrificar a su hijo.  En la tradición musulmana Abrahán consulta a Ismael antes de sacrificarlo y el niño acepta el martirio.  Es urgente que quienes siguen dando valor a los sacrificios de vidas humanas bajen del monte Moria para subir con Jesús al monte de la Transfiguración.

En este monte Jesús manifiesta su felicidad, aunque sienta que ha de aceptar el destino que le encaminaba a la cruz en Jerusalén.  De esto seguramente hablaba con Moisés y Elías, las dos figuras que representan lo que la teología seria llama el “plan de salvación” para la humanidad.  Moisés es el caudillo liberador de un pueblo esclavizado, al que se le ofrece una vida en libertad.  Y este plan de liberación, que el evangelio llama “reinado de Dios”, es compartido y apoyado por Jesús.  Elías es el luchador intrépido y furibundo contra la idolatria, contra la adoración de divinidades falsas o falsos absolutos que pretenden ocupar el lugar exclusivo reclamado por Dios, pero para concedérselo a la persona, a toda persona que es sobre la tierra “su imagen y semejanza”.  Dos “proyectos” por los que valía la pena luchar hasta el fin aunque costara la vida.

A los discípulos, que en el monte “estaban asustados”, les pide Jesús que esperen a la Resurrección para comprender lo sucedido.  Jesús mira más allá de la pasión y goza ya anticipadamente de la luz de la Resurrección.  Creer en el Resucitado es introducir esa luz para iluminar los pasos más negros de nuestra vida.

La subida a la montaña pudo ser real, pero tiene ante todo un valor simbólico.  A quien vive hundido en la infelicidad le cuesta subir, como a tanto perezoso la sola idea de escalar una montaña le hunde más en el sofá.  En la altura se siente el vértigo de lanzarse a empresas valientes, siguiendo los pasos de aquellos a quienes, como a Elías, hombres malvados “hacen con ellos lo que han querido” (Marcos 9,13).  No hay, pues, exigencia divina de reparación ni satisfacción.  Si se desciende del Moria, dejando las teorías crueles de la inmolación, se descubre que la raíz de la violencia está en el corazón de la humanidad salvaje, no en una exigencia de la religión.

El momento feliz de la Transfiguración, uno de los muchos que sin duda marcaron la vida de Jesús, aparece cuando el hijo no es amenazado por el cuchillo del carnicero, sino que es presentado como lo que es, el “Hijo amado”.  La fuerza de esa presentación se demuestra cuando, al bajar del monte, la luz que resplandecía en los ojos y en toda la figura de Jesús sana al joven epiléptico, ante el cual los discípulos se habían declarado impotentes.  Desde el monte de la Transfiguración tenemos que soñar un mundo en el que las tres religiones “abrahámicas” se unan para colaborar en paz por la construcción de un mundo en el que la aventura liberadora de Moisés sea inspiración para crear una civilización global justa y misericordiosa, fundada en el amor no en cuchillos de muerte.