8 de marzo.
Tercer Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Éxodo 20, 1-17.

En aquellos días, el Señor pronunció las siguientes palabras:

Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud.

No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso: castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos, cuando me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos.

No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso.  Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso.

Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el forastero que viva en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos. Y el séptimo día descansó: por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.

Honra a tu padre y a tu madre: así prolongarás tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar.

No matarás.

No cometerás adulterio.  

No robarás.  

No darás testimonio falso contra tu prójimo.  

No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 18.

Antífona: Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Más preciosos que el oro, más que el oro fino;
más dulces que la miel de un panal que destila.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 1, 22-25.

Hermanos:

Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero, para los llamados –judíos o griegos–, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 2, 13-25.

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.  Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»

Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»

Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»

Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero él hablaba del templo de su cuerpo.  Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.

Comentario a la Palabra:

El Templo de su Cuerpo

Aquello le costó la vida. No hacía falta ser clarividente para saber que algo así iba a traer graves consecuencias. Entró en el lugar más santo de su religión, el judaísmo, hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos. Las cosas no iban a quedar así.

Según los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), sucedió solo unos días antes de su pasión, concretamente el lunes de la semana en la que fue arrestado y ejecutado.

El Cuarto Evangelio lo fecha tres años antes de su muerte, al comienzo de su ministerio. Probablemente, en el dato, los sinópticos tienen razón. Lo que Juan nos quiere decir, al narrar este incidente en el inicio de la vida pública de Cristo, es que su misión desde el principio iba de esto: Destruir el Templo y construir otro, “no hecho por manos humanas”.

Como a cualquier otro ser humano en la historia, no podemos entender a Jesús sin situarlo en las coordenadas de su tiempo, su religión y su cultura. Él era judío, hasta la médula. Adoraba al Dios que llamó a Abrahán a salir de su tierra, al Señor que por mano de Moisés sacó a Israel de la esclavitud en Egipto y les dio la Ley. Toda su vida está entregada a este misterioso ser, que había establecido una relación de amistad con un pueblo concreto, y que recibía culto en el Templo de Jerusalén.

Una mujer samaritana preguntó a Jesús si se debía adorar a Dios en el Templo de los judíos en Jerusalén,  o en el de los samaritanos en el Monte Garizim. Jesús contestó: “Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no sabéis lo que adoráis; nosotros sabemos lo que adoramos, porque la salvación viene de los judíos. Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así”. (Jn 4,21-23)

El Jesús al que contemplamos hoy está lleno de pasión. El celo de la casa de Dios le devora. Lo que realiza sobre la explanada del Templo, no es una “purificación”, como a veces se afirma. Es una destrucción simbólica. Ahora Dios quiere ser adorado, no en un edificio, sino en el cuerpo de Jesús.

Nos estamos preparando para la Pascua, la celebración de la muerte y de la resurrección del Señor. El que destruye el Templo va a ser destruido por los sumos sacerdotes, los dueños del negocio sagrado; pero Dios no permitirá que las cosas se queden así. Tras la resurrección, Cristo reunirá entorno a su presencia un grupo de hombres y mujeres dispuestos a adorar “en espíritu y verdad”.

San Pablo nos asegura que el culto cristiano no es un ritual realizado en un templo. Es una vida entregada a los demás en lo concreto del día a día. “Este es vuestro culto racional”, escribe.

“No os acomodéis a los criterios de este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior, para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12,1-2)

El culto que agrada a Dios es una vida ofrecida. Su voluntad se revela a quienes están dispuestos a no acomodarse a los “criterios de este mundo”, a imaginar una realidad alternativa, en la que no sean siempre los mismos los que pierden. Renovar nuestro interior abriéndonos a un Dios que ha abandonado los templos y prefiere ser adorado en el cuerpo de un hombre golpeado en las calles de Siria, o en de un niño malnutrido del Sahel, en las mujeres encerradas en esas prisiones móviles llamadas burkas.

Los cristianos dejarán de clavar el cuchillo en las gargantas de los animales, como hacían judíos y paganos por igual en sus respectivos sacrificios. Dios no se complace en la sangre. No se reunirán en lugares sagrados, sino en sus propias casas, para compartir el pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Jesús; su cuerpo, el único Templo en el que Dios quiere ser adorado.

Pero con el paso de los siglos, también los seguidores de Jesús construirán templos, promulgarán leyes, exigirán sacrificios. La autenticidad de la fe depende de la capacidad de vivir creativamente esta paradoja que se encuentra en el corazón del cristianismo:

“Porque, por una parte, el propio desarrollo [del cristianismo] lo lleva a construirse y edificarse como una religión al lado de otras. Pero, por otra, se constituye proclamando que Dios no se ha encerrado en una Ley particular y que ha llegado el tiempo en que no se trata ya de saber si Dios debe ser adorado en este monte mejor que en aquel otro. La nueva fe ha nacido de la relativización de todo exclusivismo, pero a la vez no puede menos que afirmar los contornos propios que la simbolizan y la identifican” (Adolphe Gesché, La paradoja del cristianismo. Dios entre paréntesis, Sígueme 2011, p. 114)

Mediante esta contradicción, Dios se inserta en la historia de los humanos, la de nuestras civilizaciones y religiones, pero para recordarnos siempre que: “Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos” (Oseas 6,6).