22 de marzo.
Quinto Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Jeremías 31, 31-34.

«Mirad que llegan días –oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días –oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: "Reconoce al Señor" Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 50.

Antífona: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa,
lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta a los Hebreos 5, 7-9.

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.  Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 12, 20-33

En aquél tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»

Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.  El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna.  El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora.  Pero si por esto he venido, para esta hora.  Padre, glorifica tu nombre.»

Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»

La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.

Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros.  Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera.  Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»

Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Comentario a la Palabra:

La Muerte en Cruz
como Exaltación del Hijo del Hombre

Terminado el ciclo de la vida pública de Jesús, el evangelio de san Juan introduce el ciclo de la pasión como momento supremo de la exaltación del Hijo del Hombre: “cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.

Esta enseñanza se dirige en primer lugar a “algunos griegos” que habían acudido a Jerusalén para la fiesta de la Pascua.  El domingo pasado leíamos el diálogo de Jesús con Nicodemo, portavoz del judaísmo, en el que la elevación de Jesús en la cruz se explicaba mediante la imagen de la serpiente de bronce en el desierto, la Nejustán (2 Reyes 18,4).  Para los griegos se recurre al simbolismo del grano de trigo que cae en tierra y muere, dato que toda persona, en cualquier cultura, puede fácilmente comprender.   En ambos casos se confirma lo que los Apóstoles iban a encontrar: predicar a Cristo crucificado era un “escándalo para los judíos y una necedad para los gentiles” (1 Corintios 1,23).

Ante un auditorio “griego” no solamente hubo que cambiar las imágenes.  Se suavizaron también los duros contornos del aguafuerte inicial.  El encuentro con el mundo griego lo sitúa el evangelio de Juan en medio de la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado por la multitud que agitaba ramas de palmera. La aclamación tiene lugar en el camino de Betania a Jerusalén, bajando desde el Monte de los Olivos hacia Getsemaní.

De Getsemaní, de la agonía en el Huerto, el evangelio de Juan ha conservado sólo dos detalles:  la turbación de Jesús y la voz de lo alto que algunos interpretaron como “voz de un ángel”.   En este evangelio Jesús no pide que pase aquella hora, sino que llegue la hora de su glorificación.  No se resigna al hecho de que se cumpla la voluntad del Padre, sino que anhela que sea glorificado su nombre.  Ambas peticiones entran en el Padrenuestro: “santificado sea tu Nombre” (Juan), “hágase tu voluntad” (Marcos).

Transformar en glorificación la pasión y condena a morir en la Cruz, la mors turpissima, la ejecución más vergonzosa que practicaban los romanos, es posible cuando funcionan los resortes interiores.  La cruz deja de ser necedad cuando el crucificado le da sentido a su pasión.  Es posible esta conversión, si el condenado no se siente llevado a la fuerza al patíbulo, sino que, como en el caso de Jesús, va libremente hacia su destino. “Entrego mi vida para poder recuperarla.  Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente.  Tengo poder para entregarla y poder para recuperarla” (Juan 10,17-18).

La oración en Getsemaní solamente en el evangelio de Marcos se describe en toda su crudeza.  Jesús habría sufrido una crisis de pavor, pánico y angustia, hasta arrastrarse por tierra (Marcos 14,33-35).  Aunque también “triste y angustiado”, Jesús no se arrastró, sino que se “postró rostro en tierra” (Mateo 26,37-39).  En tierra sí, pero ni postrado ni arrastrado, se puso de rodillas para rezar (Lucas 22,41).  En Juan la turbación es superada por el afán de glorificación y el cáliz de dolor se menciona sólo más tarde, en otro contexto (Juan 18,11).

Ni a los griegos, que buscaban “ver a Jesús”, ni a nosotros, que estamos saturados de violencia en las imágenes del cine y de la televisión, nos hace falta más sangre en las iglesias.  Lo cual no significa negar en modo alguno la crueldad de una pasión que Jesús, “a gritos y con lágrimas” (Segunda Lectura, Hebreos 5,7), suplicó no tener que sufrir.  “Con lágrimas” hemos revivido los cristianos miles de veces el Víacrucis de Jesús, pero “a gritos” pedimos que no abusen quienes explotan las imágenes del dolor.

Por esa razón parece buena idea haber puesto hoy en la primera lectura el anuncio de la “nueva alianza” según el oráculo de Jeremìas 31,31-34.  La expresión “nueva alianza”, que no ha tenido mucho eco en otros textos del Nuevo Testamento, ocupa, sin embargo, un lugar central en las palabras de la última Cena.  De esta forma se indicaba que la vieja alianza salpicada por la sangre de los animales sacrificados dejaba paso a una relación con Dios sellada como un pacto de amistad entre los discípulos de Jesús. Nada de rito tribal ni de alianza exclusivista de una nación con “su” Dios.  Dios abría su amor a todos los que entraran en el círculo de amigos seguidores de Jesús.  Era una “alianza” universal pues toda persona comprendería ese mensaje sin complicaciones ni históricas ni legales.  Sería la voz con que Dios proclama su amor e invita a todos al seguimiento del estilo de vida marcado por Jesús, “desde el pequeño al grande”, ya que ahora ante Dios todos pueden sentirse perdonados y amados.

Quien sigue el “ritual” de la penitencia interior propuesto por el Salmo 50 responde a esta apertura universal de la “alianza”: del corazón renovado nace un espíritu generoso que vive ya “la alegría de la salvación”.  Esta nueva alianza está al alcance de todo fiel siempre que, por la conversión interior, vuelva de corazón a Dios.  En vez de sentirse hundido por la conciencia de pecado, siente el latido de un “corazón puro”, experimenta la novedad de un “espíritu firme”.  En la cruz no vemos a un ajusticiado sino al inocente envuelto en la luz de la gloria.

Como punto de partida para la renovación del pueblo a la vuelta del Destierro, Jeremías sugiere una “alianza nueva” grabada en el corazón.  Buscando un mensaje de aliento para los desterrados, el profeta aseguró al pueblo que Dios “perdonaría sus maldades y no recordaría más sus pecados” (Jeremías 31,34).   Era urgente poner fin al peso negativo de la historia que teológicamente se recordaba como justificación de las calamidades que habían caído sobre la nación.  Si ahora el pueblo cambiaba rumbo abandonando el pecado, el futuro sería espléndido.  Naturalmente se da por supuesto un cambio moral:  si se ha de construir un futuro diverso, es preciso dar ya los pasos para la reforma de la conducta.  Jesús no fue castigado por nuestros pecados, sino que fue llevado a la cruz por la fidelidad a su misión de cambiar los módulos de la vida religiosa.