10 de mayo. Sexto Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 10, 25-26. 34-35. 44-48.

Cuando iba a entrar Pedro, salió Cornelio a su encuentro y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo: «Levántate, que soy un hombre como tú.» Pedro tomó la palabra y dijo: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.» Todavía estaba hablando Pedro, cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban sus palabras.

Al oírlos hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios, los creyentes circuncisos, que habían venido con Pedro, se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles.Pedro añadió: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?»

Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo.Le rogaron que se quedara unos días con ellos.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 97.

Antífona: El Señor revela a las naciones su salvación.

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.

or da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. 
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Juan 4, 7-10.

Queridos hermanos:

Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.

En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él.

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.

EVANGELIO.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 15, 9-17.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»

Comentario a la Palabra:

“Dios es Amor”

Esta afirmación de la Carta de san Juan, que hoy escuchamos en la segunda lectura, ha servido de título a la Encíclica de Benedicto XVI, Deus Caritas est.  Fue una sorpresa que el Papa iniciara su magisterio universal con un tema que la enseñanza católica ha mirado casi siempre con prevención y en ocasiones lo ha envenenado con sospechas y condenas.  La presentación del papa Benedicto quiere ser, por el contrario, positiva.

Una de las afirmaciones más novedosas de la Encíclica es anclar el tema en el amor de la mujer y del varón.  “Amor  se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones diferentes ... Se habla de amor a la patria ... de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios.  Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor” (n. 2).

Si nos atenemos a ese arquetipo del amor, evitaremos el riesgo de referirnos a un amor inefable, muy por encima de la experiencia humana, que nadie entiende y al que se suelen dedicar multitud de “piadosas desvergüenzas”.  Así calificó Karl Barth las ocurrencias del “Peregrino Querúbico”, cuando afirmaba que quien ama puede llegar a convertirse en el mismo Dios.

Barth no diría lo mismo de la inversión en los términos de la frase “Dios es Amor”, que él defendió atrevidamente: si Dios es Amor, ¿por qué no deducir que “el Amor es Dios”?  El Papa admite, “que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana.  Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia” (n. 5).

El cuarto evangelio y las cartas de Juan definen la experiencia cristiana con tres afirmaciones sobre Dios: “Dios es espíritu” (Juan 4, 24), “Dios es Luz” (1 Juan 1,5), “Dios es Amor” (1 Juan 4,8.16).  Las tres afirmaciones, no definiciones, desembocan en el amor.  Pero en estos escritos el amor tiene una coloración peculiar, pues se cifra sobre todo en el amor a los miembros de la misma comunidad, mientras que todo lo demás es dejado de lado, como mundo malo.  “El mundo entero yace en poder del Maligno” (1 Juan 5,19).  Esta carta introduce la odiosa distinción entre “nosotros, los nuestros” y los que, “saliendo de entre nosotros, no son nuestros”, porque “no todos son de los nuestros” (1 Juan 2,19).  Estas distinciones sirven de advertencia para que no insistamos en otras contraposiciones: que si no somos nosotros quienes hemos elegido el seguimiento de Cristo, sino que es Él quien nos ha elegido (Juan 15,16).  En el caso de los primeros llamados por el mismo Jesús, es innegable.  Pero es peligroso llevar esta elección a los grupitos que se consideran al margen de la multitud o a las personas que se hacen fuertes por una pretendida elección divina.

Dejando al margen estos reduccionismos, la Primera Carta de Juan ofrece una visión radical de la experiencia de Dios regida por el amor.  “No amar es no ser de Dios” (1 Juan 3,10) o “permanecer en la muerte” (1 Juan 3,14) o “no tener conocimiento de Dios” (1 Juan 4,8).   Querer unir en el corazón el amor de Dios y la falta de amor al hermano es “vivir en la mentira” (1 Juan 4,10).  No amar al hermano es entrar en la vía que finalmente puede llevar al homicidio, como enseña el caso de Caín (1 Juan 3,15).  Este radica­lismo exige actitudes prácticas como compartir los bienes con los necesitados (1 Juan 3,17) y practicar la justicia (1 Juan 3,10).

Libre de limitaciones, en los escritos de San Pablo el amor expresión del universalismo del Evangelio.  Es difícil comprender que Dios entregue a su Hijo a la muerte de cruz “por amor”, como “víctima de propiciación por nuestros pecados”.  El amor de Dios se manifiesta más claramente en una acogida universal de toda persona, del mundo entero, sin exclusivismos raciales, sin clases ni géneros.  Una vez que cualquier persona “se reviste de Cristo, ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos somos uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3,28).

Aunque sea Pablo quien ha desarrollado esta visión universalista de un Dios que ama a todos por igual, la apertura del amor a toda la humanidad está ya en el programa de Jesús.  Para los Sinópticos la síntesis de todos los mandamientos es el mandamiento doble del amor a Dios y al prójimo (Marcos 10,17-19, completado por Mateo 19,16-19). 

Este amor está claramente expresado en la “regla de oro” (Mateo 7,12), que contiene el mensaje capital de “la ley y los profetas”.   Es un amor universal, que se extiende también a los enemigos (Mateo 5,43-48), aunque tenga una expresión particular en la vida dentro de la comunidad (Mateo 18,12-14.17), en la cual sirve también como criterio de discernimiento para la auténtica religiosidad (Mateo 9,13; 12,7).

La primera revelación de la “gloria” de Jesús tuvo lugar en una boda.  Lo maravilloso no fue tanto la transformación del agua en vino, sino que Jesús escogiera una boda aldeana como el lugar más apto para darse a conocer.  Es la señal más clara de que también para Jesús el arquetipo de todo amor es el amor humano.  San Pablo lo entendió así al definir a la persona que ama como una persona abierta, acogedora, comprensiva, tolerante, optimista (ver 1 Corintios 13).  ¿No sería ésta la auténtica manifiestación del Espíritu que Pedro descubrió en la familia de Cornelio?  Es posible proclamar de manera muy distinta, en lenguas extrañas, la grandeza de Dios, si, rompiendo cualquier discriminación exclusivista,  mantenemos el corazón abierto con amor a toda persona.