31 de mayo. Santísima Trinidad

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Deuteronomio 4, 32-34. 39-40.

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?

Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro.  Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre.»

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 32.

Antífona: Dichoso el pueblo a quien Dios  escogió por heredad.

La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.

La palabra del Señor hizo el cielo;
el aliento de su boca, sus ejércitos,
porque él lo dijo, y existió,
él lo mandó, y surgió.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.  
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 14-17

Hermanos:

Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: “¡Abba!” (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.

Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.  Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Comentario a la Palabra:

“HIJOS DE DIOS
Y COHEREDEROS CON CRISTO”

El evangelio de hoy ha preferido la versión de san Mateo para narrar la despedida de Jesús y la misión a los apóstoles de “hacer discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28,19). Después de la resurrección Jesús rompe las limitaciones de la misión: “no toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 10,5-6). Ahora la misión se abre al ancho mundo incluido también el pueblo de Israel. Algunos discípulos “vacilaban”. A todos se anunciará el mensaje de amor del evangelio sin fijarse en su origen cultural, ni en el color de su piel, ni en su religiosidad. El evangelio de san Mateo ha compuesto un párrafo de conclusión verdaderamente “redondo”, pues en su brevedad ha logrado incluirlo todo, también la invitación de entrar nosotros en esa historia.

El bautismo será el rito de introducción en la comunidad cristiana. Es probable que los cristianos siguieran el camino de los esenios que también cambiaron la circuncisión por un bautismo ritual. Pero el bautismo cristiano ha de hacerse dentro de la nueva imagen de Dios, “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. ¿Por qué “en el nombre” y no “en los nombres”? Quizá se trata sólo de una variante gramatical que simplifica la expresión. Pero también cuenta la unidad de Dios expresada en tres personas.

La revelación de Dios como Padre es eje de la revelación de Jesús: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo 11,27). Estas palabras vienen a decir que a Dios solamente le conocemos por medio del corazón, por vía cordial, con una especie de integración personal de nuestra vida en la dinámica amorosa de Dios, de la Trinidad, diría un cristiano. Es la integración que expresamos en la oración del Padrenuestro y, más claro aún, en la fórmula bautismal.

La doctrina de la Trinidad es juzgada por el judaísmo como una traición a la revelación bíblica. Pero esa traición no existe. El lenguaje del Nuevo Testamento se deriva globalmente del Antiguo. En labios de Jesús Dios aparece, por un lado, como el Juez o Soberano que está a punto de implantar su Reinado en la tierra y, por otro, como el Padre íntimamente próximo a los fieles, si bien, dentro de la cultura patriarcal típica de aquellas tierras y épocas, la imagen del Padre es inseparable de ciertos rasgos autoritarios. Por eso mismo no es creíble que la apelación de Abba (“padre”, en la forma familiar del lenguaje infantil, esto es, “papá”), forma que, además no es exclusiva del Nuevo Testamento, llegue a tener el tono superfamiliar del “papi” o “papaíto”. Los dos aspectos, el Dios Juez-Rey del mundo y el Dios-Padre se conjugan de modo que el primero no resulte aterrador y el segundo no dé pie a un subjetivismo sentimental. El tono amoroso o cordial lo da el Espíritu Santo como expresión de la relación vital entre Padre e Hijo.

Dios es designado “Padre de Jesús”, según los términos de una revelación que se hace pública en el Bautismo (Marcos 1,11), en la Transfiguración (Marcos 9,7) y en la Resurrección (Actos 10,40). Al mismo tiempo Dios es invocado como Padre de todos los fieles, el grupo elegido que entra en una especial relación con Dios, similar a la que vive el pueblo elegido en el Antiguo Testamento. En éste, sin embargo, domina más el lenguaje sociopolítico de soberanía, que el lenguaje más familiar de parentesco.

Educado en el judaísmo, san Pablo refleja en sus cartas un conocimiento experimental de Dios, a través de la revelación, de la oración y el culto. En la práctica de la fe judía Dios no es conceptualizado, mucho menos puesto en cuestión, sino literalmente experimentado como la realidad más sólida de vida. Esa revelación se extiende también a la fe cristiana, ya que Dios es honrado por Pablo a través de la predicación del evangelio de su Hijo (Romanos 1,8-9: notar los posesivos: mi Dios, mi espíritu, su Hijo).

Más que intelectual, este conocimiento es vital. Hoy lo llamaríamos emocional, pues en el lenguaje bíblico se funde con una comprensión de amor, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Romanos 5,5). La relación con Dios se vive como relación familiar, ya que “guiados por el Espíritu de Dios, somos hijos de Dios” (Romanos 8,14). Nos sentimos ante Dios no como “esclavos bajo los elementos del mundo”, sino como hijos adoptivos que acuden confiadamente al Padre, con el título usado por Jesús (Gálatas 4,3-7). La afirmación de la relación familiar con Dios Padre no se tematiza como argumento teológico sino que se vive como experiencia de la vida creyente.