21 de junio.
Domingo XII del Tiempo Ordinario
Primera Lectura
Lectura del libro de Job 38, 1. 8-11
El Señor habló a Job desde la tormenta:
«¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno,
cuando le puse nubes por mantillas y nieblas por pañales,
cuando le impuse un límite con puertas y cerrojos, y le dije:
"Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”?»
Salmo responsorial Sal 106, 23- 24. 25-26. 28-29. 30-31
R. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.
Entraron en naves por el mar,
comerciando por las aguas inmensas.
Contemplaron las obras de Dios,
sus maravillas en el océano. R.
Él habló y levantó un viento tormentoso,
que alzaba las olas a lo alto;
subían al cielo, bajaban al abismo,
el estómago revuelto por el mareo. R.
Pero gritaron al Señor en su angustia,
y los arrancó de la tribulación.
Apaciguó la tormenta en suave brisa,
y enmudecieron las olas del mar. R.
Se alegraron de aquella bonanza,
y él los condujo al ansiado puerto.
en gracias al Señor por su misericordia,
por las maravillas que hace con los hombres. R.
Segunda Lectura
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 5, 14-17
Hermanos:
Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.
Por tanto, no valoramos a nadie según la carne. Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Marcos 4, 35 40
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. El estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
«¡Silencio, cállate!» El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
- «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
«¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Comentario a la Palabra:
¿Aún no tenéis Fe?”
La pregunta dispone a una respuesta negativa. Para no impactar con la revelación de la naturaleza de Jesús, el evangelio de Marcos ha recurrido al procedimiento literario del “secreto mesiánico”. No solamente la gente común sino también los mismos discípulos asisten maravillados o incluso “espantados” como los discípulos de la barca al descubrimiento de poderes extraordinarios en Jesús. De ahí las preguntas en el mismo tono que la del evangelio de hoy: “¿Qué es esto? Una doctrina nueva expuesta con autoridad” (Marcos 1,27). “¿De dónde le viene esto? ¿Qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? (Marcos 6,2). Ante la acumulación de tantos interrogantes, Jesús “se maravillaba de su falta de fe” (Marcos 6,6).
En otro episodio en el mar, cuando, calmada la tempestad, Jesús sube a la barca, “los discípulos quedaron en su interior completamente estupefactos, pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada” (Marcos 6,51-52). Jesús no fue comprendido por falta de cualidades de comunicación. En realidad Él no quiso manifestarse y por eso prohibía que descubrieran su identidad tanto los demonios (Marcos 1,34; 3,12), como los curados (1,44; 5,43; 7,36) y hasta los mismos discípulos (8,30; 9,4). Ninguno de estos datos puede ser explicado de manera verosímil en la vida de Jesús. Como tampoco puede ser explicada la intención "oscurecedora" de las parábolas (4,10-12) ni la incomprensión de los discípulos a los que precisamente se daba en privado una enseñanza particular y sin reservas.
Cuando hoy se lea este relato, muchos no lograrán entender que con una orden perentoria – “Silencio, cállate” – resulte fácil calmar una tormenta en el mar de Tiberíades, mientras en otro mar próximo mueren ahogados a miles (¿a miles?) quienes desesperados intentan alcanzar los puertos de Europa. O que en China y en el Sureste asiático mueran también a centenares los navegantes que de pronto se encuentran atrapados en barcas vueltas del revés. Desde tierra firme, desde lugares donde el mar es más bien relato imaginario o fantasía lejana es fácil soñar con una apacible bonanza. Pero con el mar no se juega, como podía enseñar san Pablo, marinero mediterráneo, que “naufragó tres veces; un día y una noche pasó en alta mar” (2 Corintios 11,25).
El escenario de la tempestad es del todo verosímil. El mar de Tiberíades se encuentra a unos doscientos metros bajo el nivel del Mediterráneo, en una depresión que en los días de calor concentra una temperatura tórrida. Al atardecer la brisa marina provoca una agitación de las aguas con efectos similares a la tempestad en cualquier mar. En el kibutz Ginosar, en la orilla noroccidental del Mar de Galilea, se conserva como un tesoro el casco de una barca de pescadores que probablemente quedó hundida en la arena a raíz de una tormenta. Después de un largo proceso para su conservación, la “barca de Jesús”, como allí le llaman, recuerda el realismo de la actividad de Jesús en aquella orillas.
Pero este relato va más allá de un episodio de riesgo en el Lago. En la literatura antigua los barcos y la navegación se utilizaron para referirse al rumbo que tomaba la sociedad y al papel que correspondía a cada uno de los que por necesidad habían de navegar en el mismo barco. Horacio (65-8 a.C.), comodón y precavido, advierte a la “nave”, ante la llegada de nuevas corrientes, que se mantenga firmemente anclada en el puerto (Carmina I, 14). Un marino osado no le haría caso. Sabe vivir con el mar, compañero peligroso. Pero sabe que las tempestades no las envía Dios de no ser en el caso de Jonás que se obstinaba en escapar a Tarsis, cuando debía dirigirse a Nínive. Las olas encrespadas se forman por un proceso natural y es preciso ser avisado para capear la tormenta.
La escena de la tempestad calmada recuerda las tempestades o persecuciones que desde el principio hasta nuestros días han tenido que sufrir los cristianos. Es una presentación de la gloria y peligros de saltar con Jesús a su barca. La suya, la barquilla que representa a la Iglesia, tiene un timonel que no consentirá que sea zarandeada por las olas de un lado para otro. Quien se deja dominar por la incertidumbre merece el calificativo que Jesús da a los discípulos asustados en el relato de la tempestad según el evangelio de Mateo: oligópistoi, escasos de fe.
En esta época, en que se ha desatado cruelmente la persecución de los cristianos, la escena de la tempestad no solamente ha de arraigar la confianza en el que nos invita a su barca, sino que hemos de gritar para que no siga el sufrimiento de tantos inocentes. Nuestra fe no ha de ser provocativa ante la burla. Pero tampoco ha de ser fe que ofrezca la cabeza al verdugo. Confiando en la ayuda del Señor, hemos de desenmascarar a los malvados, aprender a resistir y comprender a quienes con sus niños y ancianos, con las pocas posesiones que pueden salvar, emigran hacia lugares seguros donde al menos conserven la vida.