11 de octubre.
Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de la Sabiduría 7, 7-11.
Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 89.
Antífona: Sácianos de tu misericordia, Señor.
Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuando? Ten compasión de tus siervos.
Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta a los Hebreos 4, 12-13.
La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón.
No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
EVANGELIO.
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 10, 17-30.
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.»
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡que difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»
Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»
Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
Pedro su puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»
Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura, vida eterna.»
Comentario a la Palabra:
Elegir la alegría
Hace cosa de un mes, el domingo 13 de septiembre, leíamos cómo Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién decís que soy yo?” Y Pedro respondió: “Tú eres el Cristo”. Esa escena marca un antes y un después en la narración del evangelio, pues a partir de ese momento, Jesús comienza su marcha a Jerusalén, ciudad en la que encontrará la muerte. Atrás quedan las multitudes de Galilea, pues en este viaje sólo le sigue un reducido grupo de discípulos y discípulas. Cristo apenas hace milagros ya: Está centrado en instruir a sus seguidores, a los de entonces y a los hoy leemos su evangelio.
Y enseñanza es lo que hemos escuchado durante los últimos domingos, mientras acompañábamos a Jesús que sube a Jerusalén: “El que quiera venir en pos de mí, que tome su cruz y me siga” (Domingo XXIV); “Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos” (Domingo XXV); “El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Domingo XXVI). El domingo pasado, Jesús nos presentó su visión sobre el matrimonio (“Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”) y sobre los niños (“De los que son como ellos es el Reino de Dios”). En todas estas enseñanzas puede descubrirse un sutil hilo conductor: Dios no avala privilegios; si alguno se encuentra en una posición de autoridad, está ahí para servir al que puede menos. Hoy, Domingo XXVIII, el tema es el dinero.
Hace un tiempo una amiga, que trabajaba en un gran hotel de cuatro estrellas en Madrid, me hizo una descripción que me ayudó a entender cómo funciona el dinero.
Me contó que en su hotel, que ocupaba todo un edificio en un barrio céntrico, la habitación más lujosa se encontraba en la última planta. Era una suite que además de dormitorio contaba con un gran salón, amueblada con gusto y con todos los últimos avances en aparatos electrónicos; me describió también el baño, enorme y con jacuzzi, pero lo que más me llamó la atención es cuando me comentó que había una persona exclusivamente dedicada a esa habitación las 24 horas al día. Si se desordenaba cualquier cosa, entraba discretamente y lo colocaba en su sitio. Nada en la habitación podía estar sucio o fuera de su lugar; si algo se rompía, se reparaba al instante.
Al ir bajando las plantas del hotel, las habitaciones se volvían más normales; eran siempre correctas, pero sin excesivos lujos. En la primera planta, se encontraban los comedores, bulliciosos a las horas de las comidas. En la planta baja, se hallaba la recepción; aquí el trasiego era continuo y siempre había algo que atender.
Pensé que aquí terminaba su relato, pero ella continuó: mi amiga empezó a contarme lo que no ve la gente, lo que se cuece en los sótanos. Allí estaban las cocinas, la lavandería, los talleres. Estas eran las tripas del edificio, donde se lava la ropa de cama, se cocinan las comidas y se repara todo lo que se rompe en las plantas superiores. Aquí no reinaba la cuidada estética de los pisos sobre la superficie: las paredes tenían desconchones y había enseres y máquinas en los pasillos; los trabajadores de este nivel eran los peor pagados y laboraban largas horas.
Finalmente, hizo una reflexión: cuanto más arriba subes, más te alejas de la realidad. En la realidad, si algo se rompe, nunca se arregla solo; y si algo se ensucia, alguien lo tiene que limpiar. El dinero permite desentenderte; si tienes mucho, durante la mayor parte del tiempo.
Todos pasamos momentos en los que quisiéramos desconectar: no ser molestados. Soñamos, como en los anuncios de la lotería, con una vida en la última planta del hotel; pero cuando nos alejamos de la realidad y sus complicaciones, también cerramos la puerta a las fuentes de la alegría. Y es que el gozo no puede brotar sin el asombro de lo imprevisto. La felicidad cristiana consiste en confiar que nuestra vida puede ser sostenida por las sorpresas. Por el contrario, el dinero nos hace creer que tenemos la felicidad bajo control, y con ese engaño, nos arrebata la alegría.
Jesús vino a comunicarnos que el Reino de Dios ya está aquí; que el Señor se hace presente en este mundo complicado que nos saca de nuestras casillas. Si nos cerramos a lo que puede descolocarnos, a lo que supone un riesgo o una molestia, le dejaremos fuera.
El evangelio no propone la austeridad, sino la abundancia: “Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más”. Esta es una palabra avalada por la experiencia de cuantos han asumido el riesgo de compartir. “Con persecuciones” –añade Jesús. Esto también lo avala la experiencia, pues vivir así supone nadar a contracorriente de lo que se lleva, de esa máxima que nuestra cultura ha tatuado en lo más profundo de nuestro cerebro: “Si tienes dinero, todo te irá bien”.
El evangelio nos muestra en la tristeza del joven rico a dónde lleva el dinero y nos invita a proclamar, más con la vida que con palabras, que hemos descubierto en los bienes compartidos la fuente de una vida que merece ser eterna y que ha comenzado ya.