7 de febrero.

Domingo V del Tiempo Ordinario

PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Isaías 6, 1-2a. 3-8

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro, diciendo: “¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!”

Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos.»

Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: «Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado.»

Entonces, escuché la voz del Señor, que decía: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?»

Contesté: —«Aquí estoy, mándame.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 137.

Antífona: Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón;

delante de los ángeles tañeré para ti,

me postraré hacia tu santuario.

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad,

porque tu promesa supera a tu fama;

cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.

Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,

al escuchar el oráculo de tu boca;

canten los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande.

Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo:

Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios   15, 1-11

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe. 

Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. 

Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios.  Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.

Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. 

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad las redes para pescar.» 

Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.» 

Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» 

Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. 

Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres.» 

Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.

Comentario a la Palabra:

Asombro

El pueblo de Israel solo tenía un Templo, el de Jerusalén. En otros sitios podía haber sinagogas –literalmente ‘lugares de reunión’– en los que la gente de un pueblo o un barrio se encontraba para rezar y estudiar las Sagradas Escrituras, pero lugar para adorar a Dios, había solo uno, pues sólo en ese edificio único Dios se hacía presente en medio de su pueblo: un Dios, un pueblo, un Templo.

Isaías estaba allí, en el Templo, cuando tuvo una visión entre el denso humo del incienso, en el culmen de la liturgia. Sentado en su trono, rodeado de los terribles Seraph, ángeles de fuego que le adoran en pleno vuelo clamando: “Qadosh, qadosh, qadosh,…” (Santo, Santo, Santo) creyó ver al mismo Dios.

Isaías se sobrecogió, se sintió descolocado, empezó a temblar, ¿qué hacía ahí él, un hombre como todos impuro?             

Nosotros no somos tan buenos preparando liturgias. Resulta difícil intuir incluso algo mínimamente trascendente en algunos de nuestros templos modernos, tan prácticos, pero tan carentes de Misterio. A veces ayuda apagar algunas bombillas, y encender unas pocas velas.

Pero el Dios de Jesús no está confinado en los templos. Para encontrarnos con Dios no necesitamos escapar de nuestra vida hacia algún otro lugar menos cotidiano, más “santo”. En el evangelio de hoy, Dios se le presenta a Pedro en su puesto de trabajo. Le manda remar mar adentro y echar de nuevo las redes.

Sin duda Pedro había estado en el Templo de Jerusalén y contemplado los solemnes y brutales sacrificios de animales que se ofrecían allí. Pero ahora estaba en su pueblo, en el trabajo que había ejercido toda su vida y que conocía a la perfección, la pesca. Si de algo sabía era de peces y cómo capturarlos. Pero el día no había ido bien, no  había pescado nada. Y ahora Jesús le manda remar mar adentro. ¿Qué puede saber este profeta con un pasado de carpintero? Pero, ¿qué puede perder?

En un día normal, en un lago que le debía parecer el lugar más corriente que podía nombrar, estalla el asombro. ¡Una pesca como no había visto nunca antes!

Inmediatamente después, como una sacudida eléctrica: “¡¿Quién es este Jesús?!”

Como Isaías en el Templo, la admiración se torna en una emoción tan indefinible como poderosa, casi insoportable. Lo llamó “miedo”, por ponerle alguna etiqueta. “¡Aléjate de mí que soy un pecador!”

“No tengas miedo” –le dijo Jesús.

El asombro ya no le paraliza. Pedro dejará la “pesca de peces” y descubrirá su nueva vocación como “pescador de hombres”. La llamada que ha recibido le conducirá a donde ahora no puede ni imaginar, por un camino lleno de errores y tropiezos, en el que llegará incluso a traicionar al hombre que ahora les está llamando; pero al final, después de tantas vueltas y pasos atrás, desembocará en la luz, de la aquella mañana sobre el lago no habrá sido sino un preludio.

De una manera única para cada ser humano, Dios también nos llama a cada uno de nosotros. Rompe con nuestras defensas y transciende nuestras expectativas limitadas. Nuestra incapacidad no es una excusa, ni siquiera el pecado, para que se realice su palabra. Nos invita a remar mar adentro dondequiera que nos encontremos. Y sigue llamándonos incluso cuando nos sentimos al fin salvos, sacándonos felizmente del encierro de una vida sin sobresaltos.