27 de noviembre.
Primer Domingo de Adviento

PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Isaías 2, 1-5

Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas.  Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor.” Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.                          

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 121.

Antífona: Que alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”.

¡Que alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén.

Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén: “Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios”
Por mis hermanos y compañeros, voy a decir:
“La paz contigo”.  Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 13, 11-14a.

Hermanos:

Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer.  La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad.  Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias.  Vestíos del Señor Jesucristo.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 24, 37-44.

En aquél tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»

Comentario a la Palabra:

Un vacío que nadie puede llenar

A veces cultivamos una cierta imagen idealizada de los primeros cristianos, como si hubieran sido personas impolutas, pero era gente a la que San Pablo tenía que recordarles: “Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias”. O sea, que era gente como nosotros, hombres y mujeres que estamos inmersos en una cultura que ha renunciado a tener un norte que la trascienda, tentados de llenar nuestro vacío con esos excesos que crean la sensación de que hemos llegado a alguna parte.

Escribo la homilía de este Primer Domingo de Adviento en el día que lleva semanas publicitándose como Black Friday, con la bandeja de entrada llena de mensajes con increíbles ofertas de cosas que no necesito. Quizás lo primero sea borrar esos mensajes, vaciar las bandejas y las papeleras. Recuperar la evidencia de un vacío. El Adviento va de eso, entre otras cosas.

El libro de Isaías, el más importante entre los escritos proféticos del Antiguo Testamento, comienza con una amarga queja puesta en boca de Yahweh: “He criado y educado hijos, pero ellos se han rebelado contra mí. El buey reconoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no me conoce” (1,2-3).

Isaías vivió unos setecientos años antes de Cristo, en un momento de gran fragilidad. Judá, con su capital Jerusalén, era un pequeño reino zarandeado por la compleja geopolítica del Oriente Medio Antiguo. Poderosos imperios trataban de proyectar su influencia en la región, destruyendo a menudo pueblos enteros en el proceso. Durante su intensa vida, Isaías conoció el genocidio de diez de las doce tribus de Israel y el consecuente flujo masivo de refugiados a Jerusalén, vivió en primera persona dos asedios de la ciudad y se enfrentó con valentía a reyes pusilánimes.

Isaías era un buen analista político, consejero de reyes, pero ante todo era profeta. Es decir un hombre de Dios capaz no sólo de valorar los diferentes factores en juego –económicos, políticos, militares–, sino también de confiar en la intervención de Dios. Sus oráculos son una constante invitación a volver a colocar al Señor en el número uno de las prioridades. Entonces –viene a decir– cuando recuperemos el norte, podremos ser una luz que guía a los pueblos hacia la paz: “A los que habitaban en tierra de sombra y muerte, una luz ha resplandecido” (Is 9,2).

El sueño de Isaías de una Jerusalén en paz, en el que las armas serían recicladas en instrumentos de labranza, no se cumplió durante su vida. Es más, tras su muerte, las cosas fueron a peor para su pueblo. En el año 587 a.C., la ciudad fue destruida por los babilonios y los antes orgullosos aristócratas judíos se convirtieron en refugiados de la noche a la mañana. En el exilio, los discípulos del viejo profeta continuaron leyendo sus oráculos, copiándolos en nuevos manuscritos, sustituyendo palabras aquí y allá, añadiendo capítulos nuevos a medida que cambiaban las circunstancias. “Consolad, consolad a mi pueblo dice el Señor” (40,1), escribió uno de ellos, que soñó con una calzada en el desierto que les conduciría de nuevo a la patria. Judíos y cristianos continuamos leyendo estas palabras añejas de tiempo, que siguen sosteniendo nuestras esperanzas.

Para muchos, estas cuatro semanas hasta el 25 de diciembre, son una prolongación del Black Friday, un tiempo para llenar la casa y la vida de más cosas y más eventos. Para los cristianos es Adviento, tiempo litúrgico que nos llama a parar, a vaciar, a hacer silencio.

Ese vacío que tanto nos incomoda es la marca indeleble de nuestra dignidad, pues nada puede llenarlo sino Dios. Aprender a estar en paz en el silencio es llegar a reconocer que en esa ausencia hay una presencia. Basta traer a la mente de que Jesús está, para que el silencio se transforme en oración; el vacío, en espera. Porque no se trata de desentendernos de la complejidad del mundo y aún de nuestra propia vida, sino de reconocer ese vacío como el lugar desde el cual Dios actúa, poniendo orden en nuestros deseos, colocando cada cosa bella y buena en su sitio, después de Dios.

Necesitamos silencio para dejar que Dios venga a llenar ese lugar, para que Jesús nazca de nuevo en nosotros esta Navidad. No podemos controlar los tiempos, pero vendrá, “a la hora que menos pensemos”. A nosotros nos toca parar, vaciar, hacer sitio.

¡Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor!