11 de diciembre
Tercer Domingo de Adviento

PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Isaías 35, 1-6a. 10.

El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa,
florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría.
Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. 
Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios.
Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes;
decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis.”
Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán,
saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos:
en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría.
Pena y aflicción se alejarán.

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 145.

Antífona: Ven, Señor, ven a salvarnos.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,
hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. 

El Señor liberta a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol Santiago 5, 7-10.

Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía.

Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser condenados.  Mirad que el juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como ejemplo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.

EVANGELIO. 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 11, 2-11

En aquél tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de dos de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»

Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»

Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo?  Los que visten con lujo habitan en los palacios.  Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: ‘Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti’. Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»

 

Comentario a la Palabra:

“Alegría sin límite en sus rostros”

El tercer domingo de Adviento se llama “domingo de Gaudete”, por las palabras de la antífona del introito, tomadas de la carta a los Filipenses:  “Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito: estad alegres” (Filipenses 4,4).

En las lecturas de hoy y en numerosos pasajes de la Biblia la alegría se presenta con un imperativo:  “estad alegres”.  ¿Cómo se puede mandar la alegría?  ¿Hay alguna razón para estar siempre alegres?

El ambiente histórico de la primera lectura es el destierro del pueblo de Israel en Babilonia.  La ciudad de Jerusalén y el Templo estaban en poder del ejército babilonio.  El pueblo hebreo se encontraba en la condición de refugiados de guerra en tierra extraña.  Difícilmente se puede imaginar una situación más deprimente.

Entre el paraíso idealizado de la vida en la patria y la situación de cautividad se extendía un temible desierto.  El profeta Isaías tiene valor para anunciar que el desierto florecerá:  “el desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso”. 

La promesa de Dios viene a dar aliento al corazón de los exiliados, a infundirles una esperanza bien fundada.  Dios se muestra dispuesto a ayudar, cambiando la suerte del pueblo que podrá regresar a su tierra.  Un corazón sano está lleno de valor.  Al contrario, un corazón enfermo está quebrantado por el miedo y la tristeza.

Nos lo recuerda el papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, sobre el anuncio del evangelio en el mundo actual (24 de Noviembre 2013):  “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.

En el evangelio encontramos nuevamente a Juan Bautista.  No predica en el desierto, en la región próxima al río Jordán.  Juan se encuentra encarcelado porque le hacen pagar por sus críticas a la monarquía herodiana.  Quizá teme que no saldrá vivo de la cárcelo.  Por eso el profeta de las amenazas, el de carácter indomable, pide a Jesús una palabra de aliento:  ¿Eres tú el que ha de venir a hemos de esperar a otro? 

Jesús podía haber respondido con un simple “Sí, soy yo”.  Pero el evangelista prefiere que Jesús indique a Juan los signos del Mesías esperado, a fin de que Juan y el que escucha el evangelio saquen las conclusiones:  “los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios … y los pobres son evangelizados”.

Jesús quiere dar motivos de esperanza al Bautista describiendo el Reino que está llegando ya: el poder de Dios irrumpe en la realidad para eliminar el mal.  Nadie debe vivir solo tirando como quien solo se defiende del tiempo malo que pasa.  Navidad es una proclama en favor de la vida.  Cuando Dios se hace presente, hay razones sobradas para vencer la invalidez y la miseria.

Jesús tiene palabras superlativas de elogio del Bautista:  “No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista”.  Y, sin embargo, el evangelio añade que “el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él”.  En el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos la explicación de esta misteriosa corrección de la grandeza del Bautista:  “El que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. 

El que nace de la carne es carne; el que nace del Espíritu es espíritu” (Juan 3,6-7).
Quien acoge el Espíritu de Jesús tiene libre acceso al consuelo que Juan entrevió al final de su vida:  Dios está en acción contra el mal.  Este es el secreto de nuestra esperanza.  Nuestra opción por la alegría no es una ficción, una risa falsa forzada por las circunstancias.  Es más bien una expresión de fe.  Un anticipo de la alegría propia de las fiestas de Navidad.

El profeta Isaías anima a los habitantes de Sión a recibir al Mesías entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (Isaías 12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9).  

Esta alegría se vive también en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Eclesiástico 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras! (papa Francisco).