12 de marzo. Domingo II de Cuaresma
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro del Génesis 12, 1-4a.
En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.»
Abrán marchó, como le había dicho el Señor.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 32.
Antífona: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo 1, 8b-10.
Querido hermano:
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 17 1-9.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Comentario a la Palabra:
Un tráiler del Final
Al sentarme frente al ordenador esta mañana, sucumbí –como muchos viernes– a la tentación de echar una ojeada a los tráileres de los estrenos del fin de semana. Un tráiler es como un aperitivo exquisito, dos minutos de cine que excitan tu imaginación e inoculan el deseo de contemplar el largometraje completo. Los hay que de entrada te disuaden de ir a ver la película, y los hay te hacen exclamar: “No me la puedo perder”.
El relato de la Transfiguración es como un tráiler de la Resurrección, de aquello que aguarda a Jesús al final de su viaje, un viaje que no es sólo el suyo, pues se inició mucho antes que naciera en Belén y terminará mucho después de su muerte y de la nuestra. Todo comenzó con Abrahán, el primer hombre que –según la Biblia– escuchó una invitación personal de Dios.
El Concilio Vaticano II afirma que la fe no consiste sólo en creerse ciertas verdades, sino ante todo en dar la confianza a “Dios invisible [que] habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2).
Abrahán y Sara fueron los iniciadores de esta fe e inauguraron la larga lista de los amigos de Dios, “de cuantos vivieron en Su amistad a través de los tiempos” –como se dice en la Misa–, pero ellos no podían saber aún que la voz que escuchaban era la de Dios –así con mayúscula–. El concepto de un Dios único creador del cielo y la tierra no había salido aún al mercado de las ideas y tardaría aún muchos siglos en aparecer.
Ellos escucharon la voz misteriosa de una presencia espiritual que les invitaba a salir de su tierra, de todo lo que habían conocido y les daba seguridad, y les invitaba a convertirse para siempre en “arameos errantes” (Dt 26,5). Le dieron su confianza, se convirtieron en peregrinos. Guiados por esta voz cruzaron desiertos, fueron inmigrantes en el próspero Egipto y regresaron de allí, y sacaron adelante una familia. Dejaron a sus descendientes una herencia más valiosa que cualquier bien material, la bendición de una amistad con Dios.
Jesús y sus discípulos están también de peregrinación. Marchan hacia Jerusalén, donde –Cristo ya se lo ha comunicado – “[tendrá] que sufrir mucho por causa de los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que lo matarán y al tercer día resucitará” (Mt 16,21). La experiencia de la Transfiguración tiene lugar al inicio de este viaje, que será el último de su vida.
Después de la Transfiguración, al regresar a donde estaba la gente, un hombre se arrodilla ante Cristo y le dice: “¡Señor, ten compasión de mi hijo que tiene ataques y está muy mal!” (Mt 17,15).
La experiencia del Tabor es sólo un tráiler, a Jesús y a sus discípulos les queda aún mucho camino que recorrer acompañando a los hombres y mujeres que sufren y buscan una ayuda. Queda aún, sobre todo, la Pasión y la Cruz.
El evangelista nos dice que al bajar de la montaña, Jesús mandó a Pedro, Santiago y Juan que no contaran a nadie la visión. Los discípulos no pueden aún comunicar a otros lo que ha sucedido sobre el Tabor, porque tienen que aprender primero qué significa atravesar esta vida, sufrir y morir con Cristo. Aún tienen que experimentar no sólo el tráiler sino la realidad de contemplar a Cristo resucitado, en quien el final que espera a toda la humanidad se ha revelado ya. Sólo entonces podrán contarlo, cuando en la mañana de Pascua se haya estrenado la película completa de historia de Cristo: su vida, muerte y resurrección.
La Cuaresma es la renovación anual de esta peregrinación en la que acompañamos a Cristo que sube a Jerusalén. Durante la Semana Santa contemplaremos su Última Cena y su Muerte en Cruz, y en la Vigilia de la Pascua celebraremos esa noche luminosa que nos lleva al amanecer de una vida nueva.
A través de la Cuaresma y de la vida, la luz de Cristo nos va transformando. Ella no nos saca de la realidad de nuestras precariedades, nos invita a transfigurarlas. Y de vez en cuando, para sostener nuestra esperanza, nos ofrece en la belleza de un pan compartido el tráiler de lo que nos aguarda al final.
Transfiguración, de Rafael Sanzio, en los Museos Vaticanos