21 de mayo. Sexto Domingo de Pascua
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 8, 5-8. 14-17.
En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.
Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 65.
Antífona: Aclamad al Señor, tierra entera.
Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre,
cantad himnos a su gloria. Decid a Dios: «¡Qué temibles son tus obras!»
Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor,
que toquen para tu nombre.
Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.
Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río.
Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.
Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré los que ha hecho conmigo.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica ni me retiró su favor.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro 3, 15-18.
Queridos hermanos:
Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todos el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal.
Porque también Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como era hombre, lo mataron; pero como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros.
No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»
Comentario a la Palabra:
DAR RAZÓN DE LA ESPERANZA
La promesa del Paráclito se menciona repetidamente en el evangelio de san Juan (14,16. 26; 15,26; 16,7; “espíritu de la verdad”, en 16,12). Paráclito es un término exclusivo de los escritos de san Juan para designar a Jesús, que intercede o aboga por nosotros ante el Padre (1 Juan 2,1); pero sobre todo designa a alguien distinto del mismo Jesús, que será enviado después de la resurrección a fin de llevar a los discípulos a la verdad plena, a la interiorización de la vida y del mensaje de Jesús. Este Paráclito, el “otro” (14,16), aparece con una función iluminadora (“enseñará todo ... recordará cuanto yo os he dicho”, Juan 14,26), dinamizadora (como guía y conductor, Juan 16,12) y como agente de discernimiento (ampliado en 1 Juan 4,1-6).
De hecho Jesús y este segundo Paráclito tienen muchos rasgos comunes: ambos son enviados por el Padre, son recibidos por fe, no hablan por ellos mismos, son testigos ante el mundo, actúan de modo permanente en los fieles.
Paráclito corresponde etimológicamene al latín ad-vocatus, alguien “llamado para ayudar” (Mateo 10,20). Puede significar también “intercesor” (como en 1 Juan 2,1), o “consolador” (según el sentido de Juan 16,6-7), o “exhortador”, hábil en la exhortación moral, llamada en el Nuevo Testamento generalmente (no en Juan), paraklēsis (función ligada al testimonio de vida cristiana, como en Juan 15,26-27). En realidad el Paráclito es al tiempo todas estas cosas y precisamente para indicar su función compleja y peculiar se escogió este término griego que también fue adoptado en simple trasliteración (prqlyt) por el hebreo. La nueva versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (de 2011) ha recuperado el término, sustituido por “defensor” en los libros litúrgicos hoy en uso.
Durante el destierro y en la época de la restauración al regreso de Babilonia, el judaísmo potenció el valor del “espíritu”, la ruaj, casi siempre en femenino, para reconstruir la nación. La situación del pueblo era similar a un campo de huesos calcinados: “Nuestros huesos están calcinados y nuestra esperanza se ha desvanecido” (Ezequiel 37,11), esto es, “hemos perdido las ganas y la fuerza para vivir”. Cuando reciban la vitalidad de la ruaj, nuevamente comenzarán a respirar. El espíritu humano se renueva al recibir el soplo del espíritu divino, el soplar, enfisao, del Resucitado sobre los discípulos para comunicarles la fuerza divina (Juan 20,22). Las referencias al espíritu divino se fundan en la creencia de que Dios participa activamente en el curso del mundo. Como actor en la historia humana, aparece revestido de una serie de atributos o cualidades como son: espíritu (ruaj), rostro, mensajeros (ángeles), la gloria, el nombre, la justicia, la bendición, la sabiduría, la palabra.
De las 380 veces que se utiliza el término ruaj en el Antiguo Testamento, 136 se refieren a Dios. Al entender su vida esencialmente en clave teológica, para Israel resulta poco menos que evidente relacionar la vitalidad religiosa y humana de una persona con la presencia del espíritu del Señor. No solamente se concedió a Moisés (Isaías 63,11), sino que además fue el mismo espíritu quien “llevó al pueblo a su reposo” (Isaías 63,16). El espíritu del Señor se concibe como una presencia real en la vida del pueblo, como principio de animación y cohesión (Isaías 34,16: “su misma boca lo ha ordenado, su mismo espíritu los junta”). La respuesta del pueblo puede “amargarle” y disponer a Dios negativamente hacia Israel: en Meribá le enojaron y “le amargaron el espíritu” (Salmo 106,32-33; pero no está claro si se trata del espíritu de Dios o de Moisés?).
La presencia del Espíritu en nosotros prolonga la presencia de Jesús en el mundo después de su muerte. El espíritu de la verdad estará siempre con los fieles, que le conocen, vive en ellos y está en ellos (Juan 14,17). La dinamización por el Espíritu permite un comportamiento por encima de lo normal. Los parientes de Jesús juzgaron su comportamiento como el de quien “está fuera de sí” (exístemi, Marcos 3,21). Quienes presenciaron los efectos del Espíritu Santo en los Apóstoles quedaron “estupefactos, exístanto, y admirados” (Hechos 2,7). Pablo es consciente de que la aceptación del Espíritu puede llevar a la persona a “desatinar por Dios”, dejando el nivel normal de relación con la comunidad: “si empezamos a desatinar, existánai, fue por Dios; si nos moderamos, sofroneio, es por vosotros” (2 Corintios 5,13). El cristiano dominado por el Espíritu sabe que ya “no vive para sí mismo”, pues ha muerto y resucitado con Cristo. “Y Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5,15). En la comunidad de Corinto san Pablo tuvo que frenar el entusiasmo por los fenómenos carismáticos, que hoy llamaríamos “pentecostales” y que también hoy promueven comportamientos infantiles (1 Corintios 14,20).
La profusión incontrolada del Espíritu lleva a fenómenos religiosos que parecen más propios del éxtasis que de la razón, como si el creyente se abandonara al entusiasmo, dejándose invadir por la fuerza divina que lo saca de sí. En casos agudos la manifestación del Espíritu ronda la irracionalidad. Pero lo más normal es que el creyente oscile entre la razón y el éxtasis sin perder el control. Se vive una forma de “sobria embriaguez”, tal como dicen los versos del himno latino: Laeti bibamus sobriam ebrietatem Spiritus (“alegres bebamos la sobria profusión del Espíritu”, himno de Laudes para la I y III Semana).
Si el Espíritu de Jesús vive en nosotros, le confiamos las decisiones centrales de nuestra vida. Salir de nosotros mismos nos lleva a acentuar nuestra dependencia de Jesucristo. La segunda lectura de este domingo pide que estemos “dispuestos siempre para dar explicación, apologían, a todo el que os pida una razón, lógon, de vuestra esperanza” (1 Pedro 3,15). Damos razón de nuestra esperanza cuando, por ejemplo, dominados por el Espíritu del Resucitado, somos capaces de aceptar el sufrimiento por causa de la justicia, por fidelidad a nuestra fe.