22 de octubre.
Domingo XXIX del Tiempo Ordinario
Fieta del
Domund
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de Isaías 45, 1. 4-6.
Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano:
«Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán. Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías.
Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí.
Yo soy el Señor, y no hay otro.»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 95.
Antífona: Aclamad la gloria y el poder del Señor.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones.
Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza,
más temible que todos los dioses.
Pues los dioses de los gentiles son apariencia,
mientras que el Señor ha hecho el cielo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado,
tiemble en su presencia la tierra toda;
decid a los pueblos: «El Señor es rey,
él gobierna a los pueblos rectamente.»
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1, 1-5b.
Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz.
Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 22, 15-21.
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuestos al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»
Comentario a la Palabra:
Sé valiente. La misión te espera
Ko amar YHWH limshijo lekoresh. Así habló Yavé a su Mesías Ciro. Las palabras con las que empieza la primera lectura de hoy son de las más extrañas y sorprendentes de la Biblia. El autor de este mensaje, que no es Isaías, el profeta del siglo VIII a.C., sino otro autor contemporáneo de Ciro (siglo VI a.C.), afirma nada menos que este mandatario pagano es el Mesías de Dios, el Elegido por el Señor para liberar a su pueblo.
Ciro comenzó siendo el rey de un pequeño reino al Sur de lo que hoy es Irán. Bajo su mando, su territorio creció hasta ocupar la totalidad del Imperio medo. Cuando el autor de los capítulos 40-55 de Isaías –un escritor anónimo al que los exegetas, a falta de mejor nombre llaman ‘Segundo Isaías’– está escribiendo el texto que hemos leído en la primera lectura, ya puede preverse que su próxima jugaba va a ser la conquista del otro gran imperio de la región: Babilonia.
El Segundo Isaías afirma que Dios está propiciando las victorias de Ciro: “Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán”. Y lo está haciendo con un claro objetivo: “Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel”.
En aquella época, los judíos estaban exilados en Babilonia. Si como era de prever los persas conquistan Babilonia –razona el Segundo Isaías–, se abriría una ventana de oportunidad para que los judíos puedan convencer a los nuevos dueños del Oriente Medio de que les dejen retornar a su patria. Y esto fue lo que sucedió. El emperador Ciro conquistó Babilonia y el lobby judío logró que éste publicara un edicto que permitía a los judíos regresar a su país y reconstruir Jerusalén (Cfr. Esd 1,1-4).
Dios es el único Dios, “no hay otro”. Él es quien ha “llamado por su nombre” a Ciro, “aunque no le conocía”.
El Señor es quien controla en último término los acontecimientos. Nada está dejado de su mano. Esta confianza en Dios liberó al Segundo Isaías mucho antes de que Ciro firmara su edicto de repatriación. La confianza en Dios es fuente de libertad, y no de esa clase de libertad que consiste en elegir entre Coca Cola y Pepsi. Hablamos aquí de una libertad valiente capaz de aceptar la realidad en toda su complejidad y de atreverse a descubrir en ella posibilidades de futuro.
En el evangelio, Jesús también se ve confrontado con las duras realidades de un mundo regido por un imperio, en su tiempo el de Roma. Estamos en la última semana de su vida. Cristo está en la explanada que rodea el Templo de Jerusalén hablando con los dirigentes del pueblo de Israel. En las lecturas de los tres domingos anteriores, hemos visto cómo se enfrentaba con ellos con diversas parábolas (la de los dos hijos, la de los viñadores homicidas, la del rey que invitó al banquete de bodas de su hijo), acusándoles de instigar su muerte. Hoy, los fariseos se coaligan con los herodianos para plantearle una dilema del que piensan no puede escapar.
Curiosa coalición ésta de los fariseos y herodianos. Los fariseos son nacionalistas radicales, defensores de las costumbres del pueblo judío, cuyo estricto cumplimiento exigen. Los herodianos son los partidarios de la dinastía fundada por Herodes el Grande, un advenedizo que no desciende de David, sino que había sido nombrado rey por el Senado Romano.
Estos dos grupos, situados en extremos opuestos del espectro ideológico, se ponen de acuerdo para tenderle a Jesús una trampa: “¿Es lícito pagar impuestos al César o no?”. Si Jesús responde que sí, entonces le tildarían ante el pueblo de ser un vendido al Imperio; si responde que no, lo llevarían ante los romanos acusándole de sedición.
Jesús encuentra una salida al dilema: “Enseñadme la moneda del impuesto […] ¿de quién son esta cara y esta inscripción”. Tanto fariseos como herodianos son revolucionarios de salón, que incitan a otros a rebelarse contra el Imperio, mientras ellos llevan en sus bolsillos las fichas con la que participan en el juego del César.
El Segundo Isaías había escrito que Dios puede hacer uso hasta de las victorias militares de un emperador pagano para salvar a su pueblo. Jesús nos enseña que los planes de Dios van más allá que los juegos del César.
(Mucho ruido hacen hoy los revolucionarios de salón, que juegan con conquistas sociales que han costado largos años mientras sus empresas huyen a terreno seguro). Hace falta mucho valor para aceptar la realidad en toda su apabullante complejidad y dar pasos de sensatez.
Salvo los muy pobres, todos llevamos monedas del César en nuestros bolsillos. Jugamos a los juegos del dinero y el poder. La cuestión no es si pagamos o no impuestos al César –como si eso fuera una opción. Se trata de empezar a dar a Dios lo que es de Dios.
Dar a Dios lo que es de Dios. Entregarnos desde donde estamos. Descubrir salidas al dilema entre un radicalismo que es pura pose y una inacción perezosa. Tener el valor de habitar ese lugar incómodo y empezar a imaginar lo posible, como hizo ese refugiado genial que diseñó un plan de retorno, el autor de la primera lectura de hoy. Como hizo aquel que días después de responder al dilema sobre el impuesto al César, dio su vida sobre una cruz.
Hoy celebramos la Fiesta del Domund, cuyo lema este año nos llama a ser valientes:
“Sé valiente”. El papa Francisco invita continuamente a tener el valor de retomar la audacia del Evangelio. Coraje y valentía para salir de nosotros mismos, para resistir la tentación de la incredulidad, para gastarnos por los demás y por el Reino, para soñar con llegar al más apartado rincón de la Tierra. Es la hora de tener valor para tomar parte en la actividad misionera de la Iglesia.
“La misión te espera”. Hasta el último confín, sin límites ni fronteras. Todos estamos llamados a la misión. El anuncio del Evangelio se ha transformado en una necesidad del creyente: es como la respiración. La mayoría de los bautizados viven la misión en el lugar donde habitan, algunos son enviados por la Iglesia a otros ámbitos geográficos; pero todos sienten la necesidad de transformar su existencia en un compromiso misionero.