11 noviembre.
Domingo XXXII del T.O.
1R 17,10-16
Sal 145,7.8-9a.9bc-10:
Alaba, alma mía, al Señor.
Hb 9,24-28
Mc 12,38-44:
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos instruyéndolos:
“¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio
ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan
los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos
en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan
hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación
más rigurosa”. Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del
templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos
ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos
monedillas, es decir, un cuadrante. Llamando a sus discípulos,
les dijo: “En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en
el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han
echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha
echado todo lo que tenía para vivir”.
Comentario
“En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca
de las ofrendas más que nadie”. ¿De acuerdo? Objetivamente, ¡es
ella la que menos ha echado! Y Jesús lo sabe muy bien, pero él
intenta recordarnos que “las miradas de Dios no son las miradas
del hombre, porque el hombre mira la apariencia, pero Dios ve el
corazón” (1Sm 16,7).
Sin embargo, con esta advertencia, Jesús viene a liberarnos de
múltiples prisiones interiores:
− Nos libera del mundo de las apariencias, incluso en el de las
prácticas religiosas. Jesús no duda, además, en ponernos en guardia
contra aquellos que “gustan de ocupar los primeros sitios” en los
lugares de culto y que “fingen hacer largas oraciones”.
− Nos libera de la obsesión de la eficacia objetiva de nuestras acciones.
En realidad, la intención del corazón tiene su propia eficacia
en los dos ámbitos que más cuentan a los ojos de Dios: la calidad
del amor comprometido, que tiene valor en sí mismo, y el desarrollo
de nuestra propia capacidad de amar, que se materializa ya con la
sola intención.
− Nos libera de nuestra tendencia a complicar nuestra relación
con Dios con prácticas espirituales demasiado rigurosas. Si la misteriosa
Presencia divina es verdaderamente capaz de acoger toda
la intensidad de nuestro amor, desde que nuestro corazón tiene la
intención de ofrecérselo, entonces, el intercambio de amor con Dios
puede realizarse con una gran simplicidad, una sencillez feliz y tranquilizadora.
¡Danos, Señor, el espíritu de las bienaventuranzas: la alegría, la sencillez,
la misericordia!