25 noviembre.
Cristo, Rey del Universo
Dn 7,13-14
Sal 92,1ab.1c-2.5:
El Señor reina, vestido de majestad.
Ap 1,5-8
Jn 18, 33b-37:
Evangelio
En aquel tiempo, entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó
a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó:
“¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”.
Pilato replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes
te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. Jesús le
contestó: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera
de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera
en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí”. Pilato le
dijo: “Entonces, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices:
soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad
escucha mi voz”.
Comentario
“Mi Reino no es de este mundo”, declara Jesús ante Pilato, “y he
venido al mundo para dar testimonio de la verdad”. Aceptar la verdad
sobre la verdadera naturaleza de este Reino y de su “rey” implica,
pues, cambiar nuestras representaciones demasiado humanas de la
majestad divina. Porque nuestras reflexiones teológicas y nuestras
realizaciones artísticas han representado, muy a menudo, los rasgos
de una grandeza aplastante y de un poderío temporal.
Contemplemos a Jesús: su entrada mesiánica en Jerusalén se
hace sobre la espalda de un borrico y, antes de encontrarse con
Pilato, él ha lavado los pies a sus discípulos. Después, su Pasión va
a revelar la auténtica condición de su grandeza: “Nadie tiene amor
más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Ser
cristianos no supone creer en cualquier grandeza divina, sino en la
grandeza de un Dios que es amor, es decir, la magnitud de un amor
divino que, entonces en la Pasión, se nos ha revelado tan grande
como nunca podríamos haberlo imaginado.
En relación al poder divino, incluso la omnipotencia divina es
nuevamente la Pasión la que nos revela su auténtica condición. La
fe cristiana ha escogido la cruz como símbolo, no por exaltar el sufrimiento,
sino por exaltar este amor sin límites que Jesús ha manifestado
perdonando, también, a sus verdugos. Hacer el signo de la
cruz es mostrar esta confianza. “(Nada) ni nadie podrá separarnos
del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,38-39). La
verdadera omnipotencia de un Dios de amor se revela, así, en los
rasgos de un amor ilimitado que nada puede destruir ni impedir darse
incansablemente −los de un amor seguro y que garantiza que el mal
no tendrá la última palabra.
¡Jesús, esperanza nuestra, haznos humildes del Evangelio, comprendiendo
así que lo mejor de cada uno se construye a través de una sencilla
confianza!