8. El Antiguo Testamento

En el episodio de hoy vamos a hablar de qué es el Antiguo Testamento.

En el episodio anterior hemos visto que leer los evangelios es fundamental para conocer a ese “Dios que se revela a sí mismo” en Jesús. Y a ello nos vamos a poner. Próximamente dedicaremos un buen número de episodios del podcast a comentar los evangelios, pero antes, a vamos hacer una presentación general de la Biblia. Vamos a dedicar este episodio a hablar del Antiguo Testamento.

Antes que nada recordar –algo que probablemente la mayoría de uds. lo saben ya– que la Biblia no es un libro –aunque suela editarse en un único volumen–, sino una una colección de libros, escritos por diversos autores en épocas muy distintas.

Y esta colección de libros –esta biblioteca que es la Biblia– es uno de los grandes monumentos culturales en la historia de las civilizaciones. Es un patrimonio de la humanidad. Es una cuerpo de literatura que ninguna persona culta puede permitirse el lujo de ignorar.  Si uno quitara, por ejemplo, del Museo del Prado todos los cuadros de temática bíblica, nos quedaríamos con una pinacoteca muy mermada. Sin la Biblia, no se pueden entender las claves y los logros más fundamentales de la cultura occidental.

El Antiguo Testamento es una colección de documentos muy heterogénea. ¡Hay de todo en el Antiguo Testamento! Entre la cuarentena de libros que lo componen encontramos códigos legales –como los del Éxodo o el Levítico–, visiones apocalípticas –ciertas secciones del libro de Daniel–, un bellísimo libro de oraciones –los Salmos–, ensayos filosóficos –como el libro de Eclesiastés–, poesía erótica –el Cantar de los Cantares–, cuentos –como el libro de Jonás–, etc. etc.

Los libros que conforman el Antiguo Testamento no son obra de un autor o ni ha habido un grupo de editores que hayan planificado estos escritos con un diseño previamente establecido, pero desde el punto de vista cristiano, el conjunto de los libros del Antiguo Testamento dejan entrever en su diversidad a Dios revelándose a Sí mismo a través de la historia de un pueblo peculiar, Israel.

Y recordemos lo que tantas veces hemos repetido en los episodios anteriores acerca de la Revelación. La Revelación no consiste en que Dios haya revelado información, sino que Dios se ha revelando a Sí mismo. La Revelación es Dios que sale al encuentro del ser humano y la fe es acogida por nuestra parte de esa mano tendida.

Vayamos al primero de los libros del Antiguo Testamento: el Génesis. El contenido de los primeros once capítulos de este libro son mitos. ¡Mucho cuidado con esta palabra! Utilizamos aquí el término mito en el sentido que lo usan los estudiosos de las culturas tradicionales, no en el sentido en el que lo usan las revistas de papel cuché, cuando dicen, por ejemplo: “Diez mitos de las dietas milagro” En esa frase “mito” es sinónimo de “mentira”. Sin embargo, la palabra “mito” en el sentido que lo estamos utilizando no es una mentira, sino todo lo contrario. “Mito” es un relato fantástico con el que las culturas tradicionales han respondido a las grandes preguntas de la existencia: “¿Cómo se puso en marcha el mundo?” “¿Por qué existe el mal?” “¿Por qué hay culturas y lenguas tan diversas?” etc.

Los once primeros capítulos del Génesis contienen mitos como los relatos de la Creación, la Caída de Adán y Eva, o la Torre de Babel que responden de forma narrativa a estas preguntas fundamentales. Estas narraciones no son relatos históricos. No tendría ningún sentido, por ejemplo, tratar de hallar los restos arqueológicos del Jardín de Edén, del Arca de Noé o de la Torre de Babel. Esos lugares y objetos solo han existido en la imaginación humana. Los mitos –estos de la Biblia y otros de las más diversas culturas– transmiten respuestas profundas maduradas en la imaginación de los pueblos acerca de las preguntas más fundamentales que todos nos hacemos sobre el origen de la vida o el misterio del mal. La forma de transmitir verdad de estas narraciones no es la misma que la de un relato de Historia, pero expresan a su propia manera verdades profundas sobre las preguntas últimas de la vida.

En el capítulo 12 del Génesis hay un cambio de género literario. Dejamos atrás el mito y empieza un relato que sí está situado en nuestra historia, la que mide el tiempo en años, meses y días. Empieza un relato en tiempo real.

Lo primero que escuchamos es la historia de Abrahán, un hombre que vivía en Jarán, una población situada en lo que hoy es Turquía muy cerca de la frontera con Siria –un lugar real que ha sido efectivamente excavado por los arqueólogos–.

Allí este hombre casado con una mujer llamada Sara, pero sin hijos, tuvo según la Biblia, una experiencia espiritual. El relato dice que “oyó” una voz que le dijo: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición”. Y Abrahán le hizo caso a esta voz y se conviertió en nómada.

La fe es justo esta confianza arriesgada que hace posible una relación personal con Dios. Según la Biblia, Abrahán fue el primer amigo de Dios y el primer creyente, pero Abrahán apenas sabía nada acerca de Dios. No sabía ni siquiera que esta voz que le habla era Dios –así escrito con mayúscula–.

En español solemos escribir “Dios” con mayúscula cuando nos referimos al Dios del monoteísmo, el Dios único, Creador del Universo, el Dios trascendente –trascendente quiere decir que no forma parte de este mundo–.

En cambio, cuando queremos nombrar a los dioses de las creencias politeístas solemos escribir “dios” con minúscula. Estos “dioses” no son trascendentes en el sentido de que hayan dado origen a la realidad desde fuera de ella. Son parte del mundo y no son todopoderosos. No controlan la realidad sino que forman parte de ella y están sometidos a las normas que gobiernan el cosmos y a la fatalidad inexorable del destino. No son tan diferentes de nosotros, los humanos, salvo que son inmortales y tienen algunos “superpoderes”. Otra diferencia entre los dioses –con “d” minúscula– con el Dios bíblico –el de la “D” mayúscula– es que los dioses en general –pensemos por ejemplo en los dioses romanos o griegos de la Antigüedad– no son siempre moralmente buenos. Tienen pasiones y vicios muy semejantes a los que tenemos los humanos, e incluso –para eso con dioses– más superlativos.

Abrahán no sabe aún que la voz que le habla es Dios –así con mayúscula–. Solo sabe que un ser espiritual le ha contactado. Le ha hablado a él y él ha confiado en su palabra. Como en los inicios de cualquier amistad, funciona sobre todo la intuición. Abrahán aún no sabe mucho, pero confía. Por eso es llamado con todo derecho “el padre de todos los creyentes” no solo por el judaísmo y el cristianismo, sino también por el Islam. Porque la fe es confianza, no conocimiento.

Aunque saber es importante, no siempre se sabe desde el principio. Durante la crisis del Exilio Babilónico, siglo VI antes de Cristo, los judíos llegan a la convicción de que el dios Yahweh en el que creían era el único Dios creador del cielo y la tierra. Pero faltan aún mil años para eso. Pero en Abrahán tenemos ya fe en su pleno sentido, porque fe es confianza, no conocimiento. Aún más importante que el saber es esa relación de confianza y de amistad entre un hombre concreto –Abrahán Dios– y este Ser misterioso que ha empezado a revelar a  Sí mismo.

Y este es el valor del Antiguo Testamento. Es el testigo privilegiado de esta relación personal entre Dios y un grupo concreto de hombres y mujeres. No es un depósito de ideas. Algunas de las ideas más importantes de la Revelación tardaron mucho tiempo en llegar. El caso más llamativo a mi juicio es la creencia en la existencia de una vida más allá de la muerte, un elemento fundamental de la dimensión cognoscitiva de nuestra fe. Pues bien, esta creencia solo surge en la experiencia religiosa de Israel unos 200 años antes de Cristo. Lo que hace que esté casi ausente de los libros del Antiguo Testamento, con la excepción de unos pocos escritos tardíos. La mayor parte del Antiguo Testamento presupone que la existencia humana termina con la muerte y que no hay nada más allá.

Desde el punto de vista de las ideas, muchas cosas del Antiguo Testamento han sido superadas por el Nuevo Testamento o por la propia evolución de la Historia. Por ejemplo la imagen de Dios vengadora y violenta que encontramos en algunos pasajes del Antiguo Testamento. Gracias a Jesús, sabemos que eso no es así.

Ciertos pasajes del Antiguo Testamento –y también del Nuevo– dan por supuesto que pertenece al orden natural de las cosas que exista la esclavitud. Eso también está superado –¡aunque solo en el siglo XIX!– como se está superando hoy la visión patriarcal de tantos pasajes bíblicos que presentan a la mujer como un ser humano inferior al varón.

No leemos el Antiguo Testamento como un libro de ideas inmutables, sino como el diario de una relación entre Dios y un grupo de hombres y mujeres que generación tras generación han mantenido una relación particular, hecha de momentos de idilio, otras de traición y aún otras de reconciliación; de fidelidad mantenida por parte de Dios a pesar de las infidelidades de su pueblo.

Y por supuesto que hay momentos magníficos textos “clásicos” que hoy milenios después nos siguen impresionando:

El Antiguo Testamento da espesor a la Biblia. ¡Literalmente!  ¡Porque son un montón de páginas! Y sobre todo cultural y espiritualmente, porque son textos que –aunque requieren una lectura crítica– nos hablan de la paciencia de Dios con su pueblo, y de las vicisitudes de un pueblo que a veces reaccionó con una insensibilidad pasmosa y otras veces con una creatividad y un coraje increíbles.

En el momento en que Jesús vino al mundo Israel es un pueblo con una larga historia, una rica tradición cultural y un corpus de libros sagrados que son testimonio de la historia de la Revelación lenta y paciente de Dios.

Para conocer a Jesús –como para conocer a cualquier ser humano– necesitamos situarlo en su propio contexto histórico y cultural. El Antiguo Testamento nos ayuda a hacer esto y de este modo añade “tridimensionalidad” a la figura de Jesús. Jesús es un hombre de su tiempo y de su cultura –como cualquiera de nosotros– aunque como ser humano genial que era fue también capaz de sobrepasar los horizontes de su tiempo y de su cultura.

Vamos a dedicar un episodio más al Antiguo Testamento, para hacer un repaso por los momentos estelares de esta larga historia entre Abrahán y lo que el Nuevo Testamento llama la plenitud de los tiempos, el momento en la historia en el que nació Cristo.