Episodio 26: El centro del Evangelio

Comentamos Marcos 8,22-30

Con este episodio comenzamos a comentar la segunda mitad del evangelio según San Marcos. En la primera parte, Jesús ha presentado su mensaje del Reino, y lo que es más importante, hemos sido testigos de cómo el Reino empezaba a hacerse una realidad entorno a Jesús, a través de las curaciones y los exorcismos, y sobre todo, de la transformación de las personas (¿se acuerdan de la palabra “metanoia”?) y de las relaciones humanas en la comunidad de los discípulos.

En concreto, en los últimos episodios de este podcast, en los que hemos comentado los capítulos 5 al 8 aproximadamente, hemos asistido a un crescendo en esta realización del Reino. Los discípulos se van de prácticas, haciendo ellos mismos la predicación del Reino y las curaciones que hacía Jesús; también hemos contemplado no a uno sino a dos banquetes mesiánicos, signos de la instauración del Reino.

Pero este “ir a más” que caracteriza esta sección del evangelio no culminó con la irrupción del Reino de Dios, sino con la decepcionante constatación de que los discípulos no habían entendido nada acerca del verdadero sentido de la misión de Cristo. Habíamos titulado el último episodio “Cadencia de engaño”. Se espera un gran acorde final y en su lugar tenemos una disonancia

¿Se acuerdan? La última escena que leímos acontece en la barca en la que los discípulos viajan con Jesús. Jesús habla de la levadura de los fariseos y herodianos y los discípulos empiezan a decir que el jefe está enfadado porque se han olvidado de traer pan. Sigue una conversación en que Jesús les pregunta cuántas cestas llenas de trozos recogieron cuando repartieron cinco panes entre cinco mil y cuántas cuando distribuyeron siete entre cuatro mil. Los discípulos conocen los hechos, pero no han entendido el significado de estas multiplicaciones de panes, que son en realidad realizaciones del banquete mesiánico. La escena termina con la pregunta de Jesús dirigida tanta a aquellos discípulos como a nosotros: “¿Aún no comprendéis?”

Así termina la primera mitad y la segunda parte del evangelio se va a construir sobre este acorde disonante de la incomprensión de los discípulos.

Iniciamos, pues, hoy la nueva temporada de Marcos, el comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios. ¿Qué podemos esperar de esta segunda temporada, de esta segunda mitad del evangelio? De entrada podemos decir que va a tener un tono más oscuro que la primera parte. No vamos a ver apenas las multitudes que nos hemos acostumbrado a ver en la primera parte, Jesús va a estar dedicado sobre todo a  su pequeño grupo de discípulos. Tampoco vamos a ver muchos milagros, en comparación con la primera mitad. Va a ser una temporada “menos espectacular”, pero más profunda; en el que vamos a ser conducidos a lo más esencial.

Esta segunda mitad del evangelio va a tener dos escenarios distintos: Desde ahora hasta el final del capítulo 10, Jesús y sus discípulos va a estar de viaje hacia Jerusalén. A esta sección (8,22-10,56) se le suele llamar “Subida a Jerusalén” o “Viaje a Jerusalén”. A partir del capítulo once, la acción se va a desarrollar en Jerusalén, estos capítulos narran los últimos días de la vida de Jesús en la Ciudad Santa.
Vamos a empezar a leer ahora la sección de la Subida a Jerusalén. Permítanme que les adelante algo. El primer pasaje que vamos a leer va a narrar la curación de un ciego. Después de la narración de este milagro, comienza el relato del viaje a Jerusalén y al final de este relato, Marcos nos va a contar la curación de otro ciego. Curación de un ciego, luego subida a Jerusalén, luego la curación de un segundo ciego. Por cierto, los únicos dos ciegos de todo el evangelio. Esto no es casualidad. ¿Se acuerdan de la comida favorita de Marcos? El sándwich. Las curaciones de ciegos antes y después de la Subida a Jerusalén cumplen una función simbólica. ¿Cuál? Ya lo veremos.

Empezamos a leer:

Y llegaron a Betsaída, y le llevan a un ciego y le piden que le toque. Y tomando de la mano al ciego lo llevó fuera del pueblo y escupiendo en los ojos le impuso las manos y le preguntó si veía. Y levantando la mirada decía: Miro a los hombres y los veo como árboles que caminan. Entonces de nuevo impuso las manos sobre sus ojos entonces el ciego se curó y empezó a ver todo con claridad y le envió a casa diciéndole: “Ni entres en el pueblo” (8,22-26).

A estas alturas hemos visto muchas curaciones de Jesús, pero esta curación llama la atención, no solo porque es la primera vez que Jesús cura a un ciego, sino porque es un milagro un poco extraño en su manera de proceder. En los milagros que hemos visto hasta ahora Jesús cura de manera inmediata, casi siempre con su sola palabra, e incluso en el caso de la hija de la sirofenicia sin ni siquiera hacerse presente –a distancia–.

Este es un milagro en dos pasos, vemos a Jesús trabajando pacientemente para hacer posible que este ciego recobre su vista. Esta curación paciente y trabajosa tiene un significado simbólico que se irá clarificando a medida que avancemos en nuestro viaje a Jerusalén. Leemos:

Jesús salió con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo y en el camino preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le dijeron: Juan bautista, y otros, Elías, otros uno de los profetas. Y él les preguntó: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Respondió Pedro: “Tú eres el Cristo” Y les ordenó que no dijeran a nadie acerca de él. (8,27-30)

Nosotros, los lectores de Marcos, sabemos desde la primera línea que este libro es “el comienzo de la buena noticia de Jesús, Cristo, Hijo de Dios”. Pero hasta ahora, durante toda la primera mitad del evangelio, ningún personaje humano ha dicho quién es Jesús. Los únicos que han declarado hasta este momento la identidad de Jesús han sido los demonios, pero ninguno de los discípulos ha entrado en la cuestión fundamental del evangelio: ¿quién es Jesús?

Al inicio de esta segunda mitad del evangelio, Jesús toma la iniciativa para abordar este tema. Plantea primero una especie de encuesta “¿quién dice la gente que soy yo?” Y como ya vimos en el capítulo sexto (6,14-15) los discípulos le comunican que la había rumores de que Jesús podría ser un profeta del pasado que ha vuelto a la vida, o que podía ser quizás Elías o una reencarnación de Juan Bautista.
Bien. Tras este calentamiento, Jesús pregunta a bocajarro a los discípulos: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta es la pregunta que está en el corazón del evangelio. Y es una pregunta no sólo para aquellos discípulos, sino para los discípulos de todos los tiempos, también para nosotros: ¿Quién es Jesús para ti?

Pedro toma la palabra y responde: “Tú eres el Cristo”. Por favor, no confundamos ahora este pasaje con el texto paralelo en Mateo, en el que Pedro responde a la misma pregunta con las palabras: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. La respuesta de Pedro en Marcos no es tan completa. Pedro se limita a decir: “Tú eres el Cristo” ¿Qué quiere decir?

El título Cristo está hoy tan ligado a Jesús que hay gente que cree que Cristo era el apellido de Jesús. Más en serio, para muchos, Cristo es el título que indica el carácter divino de Jesús, como si “Cristo” quisiera decir “Hijo de Dios”. Pero este no es el significado de esta palabra.

“Jristós” en griego es un adjetivo que se deriva del verbo “jrío”, que quiere decir “ungir con aceite”. “Jristós” quiere decir “ungido”. Era una tradición en Israel ungir con aceite perfumado a sus líderes, especialmente a los reyes. Era una ceremonia equivalente a la coronación en las monarquías europeas. Derramar aceite perfumado sobre la cabeza de alguien era declarar que había sido elegido por Dios para presidir sobre el pueblo.

En hebreo, “ungir” se dice “masaj”; y “ungido”, “masiaj” –o Mesías–. “Mesías” es la palabra hebrea equivalente al griego “Cristo” y al español “Ungido”.

Así que lo que Pedro está diciendo aquí es que Jesús es el “ungido” el designado por Dios para instaurar su Reino.

Lo cual es verdad, pero parece que Jesús no se siente muy cómodo con esta declaración. No lo niega, pero ordena que no se lo digan a nadie.

O sea, que Jesús no dice a Pedro: “¡Muy bien! ¡Por fin tengo un discípulo que reconoce quién soy!”. Sino más bien: “Vale, pero no se lo digáis a nadie”.

Este es el tema del “Secreto mesiánico” tan importante en Marcos y que ha venido apareciendo ya varias veces en la primera mitad del evangelio. Los demonios reconocen a Jesús y Jesús los manda callar. Jesús pide a los que son curados por él que no divulguen el hecho. Y ahora que Pedro lo reconoce como

Mesías, pide a los discípulos que no se lo digan a nadie. ¿Por qué? ¿Por qué el secreto mesiánico?
La respuesta rápida es que no basta saber y decir que “Jesús es el Cristo”. Es más esta afirmación, aunque sea verdadera, puede ser que no sea conveniente decirla. Porque la cuestión no es afirmar que Jesús es el Cristo sino más bien de qué tipo de Mesías estamos hablando.

Uno tiene que enterarse bien de qué Cristo se trata. No se trata de confesar que Jesús es el Cristo, sino dee saber el tipo de Cristo que Jesús es. Y esto no es un conocimiento sólo teórico. Para afirmar que Jesús es un Mesías que no va a triunfar por la violencia que es un Señor que se inclina para lavar los pies de los discípulos que es un Mesías humilde y servidor,… el que afirma estas cosas tiene que vivirlas también él para resultar creíble. Jesús no quiere que los demonios anuncien que él es el Hijo de Dios. Porque sólo el que vive algo de la misericordia de Dios, de la humildad de Dios, es capaz de comunicar de qué Dios Jesús es hijo.

Hay que caminar con Jesús hacia Jerusalén, asistir a su Pasión, Muerte y Resurrección para poder anunciar al mundo que él es el Mesías capaz de sufrir por amor, que ha venido a servir.
Y los discípulos aún no están preparados.