Episodio 27:
Primer anuncio de la Pasión

Comentamos Marcos 8,31-9,1

En el episodio anterior, Jesús lanzaba la pregunta central de todo el evangelio: “¿Quién decís que soy yo?” A lo que Pedro respondió: “Tú eres el Cristo”. A continuación Jesús manda a sus discípulos “que no dijeran a nadie acerca de él”. Discutimos bastante extensamente este tema del secreto mesiánico y concluimos que lo esencial no es afirmar que Jesús es el Cristo, sino llegar a comprender existencialmente el contenido que Jesús dio a este título, como el de un líder que sirve. Continuamos leyendo el evangelio según San Marcos:

Y empezó a enseñarles que el Hijo del Hombre tenía que padecer mucho y ser rechazado por los senadores y los sumos sacerdotes y los escribas y ser asesinado y después de tres días resucitar. (8,31)

Jesús no pierde el tiempo. Empieza a enseñar cómo entiende él eso de ser “el Mesías”: No va a ir a Jerusalén a triunfar o a hacerse con el poder, sino que allí será rechazado y asesinado. Y a los tres días resucitar. Seguimos leyendo:

Y les hablaba con libertad. Y tomándole Pedro empezó a increparle. Él, volviéndose y a la vista de los discípulos, increpó a Pedro: “Aléjate de mí, Satanás, que no piensas las cosas de Dios, sino las de los hombres” (8,32-33)

Nada más exponer su destino de pasión, muerte y resurrección, Jesús se encuentra con la oposición de Pedro. “Pedro empezó a increparle”. Marcos, que es un narrador magistral, no nos cuenta qué le dijo Pedro a Jesús. El lector tiene que imaginárselo. Es como si en una película el director nos mostrase la escena de Pedro y Jesús discutiendo, pero sin sonido. No oímos lo que Pedro le dice a Jesús, pero entendemos que no es nada bueno, pues sí oímos lo que Jesús responde a Pedro: “Aléjate de mí, Satanás”. Términos especialmente duros, pues a ningún otro ser humano llama Jesús “Satanás” en el evangelio –ni siquiera a Judas o a Pilatos–.

¿Cuál es el problema de Pedro? Marcos quiere que nos hagamos esa pregunta. Quiere que entremos imaginativamente en la escena y empecemos a pensar. La respuesta irá aclarándose en los próximos capítulos, a medida que Jesús se va acercando a Jerusalén. (Pedro y los demás discípulos padecen una ceguera, del que deberán curarse si quieren ser verdaderos seguidores de Jesús, preguntémonos: ¿en qué consiste esta ceguera?).

Tras el anuncio de la pasión y este encontronazo con Pedro, Jesús se pone a enseñar:
Y llamando a la multitud y a sus discípulos, les dice: “Si alguien quiere seguirme, que se niegue a sí mismo y tome su cruz y me siga” (8,34).

¿Qué es lo que Pedro y los demás discípulos tienen que entender? Que el que quiera curarse de la ceguera tiene que “tomar la cruz y seguirle”. Muchas veces se entiende esta expresión “tomar la propia cruz” como sinónimo de “aceptar el sufrimiento”, pero la cruz no es símbolo de cualquier tipo de sufrimiento.

La cruz era un instrumento empleado por los romanos para aplicar la pena de muerte a un cierto tipo de reos considerados como especialmente peligrosos: aquellos que se habían levantado contra el orden establecido por el Imperio Romano. A un ladrón o a uno que había cometido un crimen pasional, se le podía aplicar la pena de muerte, pero no la crucifixión. La cruz estaba reservada para los que se habían rebelado contra Roma, por ejemplo, los esclavos que se alzaban en armas como Espartaco y los suyos; o cualquier otro grupo que se sublevase contra el Imperio.

Era una pena cruel y humillante: El reo, completamente desnudo, pendía de los palos de la cruz y moría básicamente de agotamiento. El suplicio podía durar desde varias horas hasta algunos días. Era una tortura específicamente diseñada para prolongar el dolor, que todos pudieran contemplarlo y sentir el terror. El mensaje de la cruz era tan brutal como claro: quien se atreva a desafiar el poder imperial acabará así.

“Tomar la cruz” es, por tanto, “aceptar el precio a pagar por rebelarse contra el régimen establecido”. Perderle el miedo a los que amenazan con la violencia. Hace unos días nos visitaba el P. Nicolás Ayuba, misionero redentorista de Níger. Había vivido, solo unas semanas antes, la violencia de los fundamentalistas islámicos en su propia piel; varias iglesias en su ciudad –Niamey– fueron quemadas y él mismo corrió grave peligro. Se le veía un hombre libre. Eso es tomar la cruz.

La mayoría de nosotros, al menos en países democráticos como España, no estamos amenazados de muerte por nuestra fe, como tantos cristianos en el mundo, pero en alguna medida, para seguir a Jesús, hay que estar dispuesto a pagar el precio de vivir contracorriente. La cruz es el símbolo del sufrimiento que conlleva luchar por cambiar este mundo injusto. Así que no cualquier sufrimiento puede ser equiparado con “cargar la cruz”.

Uno de mis teólogos favoritos –Stanley Hauerwas– cuenta que enseñaba en clase justo esto, que lacruz no es cualquier tipo de sufrimiento, sino aquel sufrimiento inmerecido que según Martin Luther King tiene una fuerza redentora, hasta que un día le escribió desde el hospital una ex alumna suya.
Esta joven tenía cáncer y se estaba muriendo y le preguntaba: Aquellos de nosotros que no hemos podido escoger el sufrimiento que nos ha tocado llevar, ¿no portamos acaso también la cruz de Cristo? Y el profesor comprendió que su alumna tenía razón, que cualquier sufrimiento puede ser asociado a la cruz de Cristo, que cualquier dolor puede unirse al de Jesús como desafío a los que han hecho del miedo a la muerte la fuente de su poder.

Esto no quiere decir que el sufrimiento tenga un valor intrínseco. Como si en el cielo tuviéramos una cuenta bancaria nominada no en euros, sino en unidades de dolor: Tanto sufres tanto mérito acumulas. Dios no quiere el sufrimiento humano y el dolor hay que evitarlo mientras sea posible, no solo porque no lo queremos nosotros, sino porque no lo quiere Dios, pero desafiar a los sistema de poder, a los poderes del mundo, conlleva pagar un precio, es más, cualquier situación de sufrimiento puede ser vivido como una lucha contra la mentira sistemática que nos repite que el ser humano vale en cuanto es útil o tiene éxito.

Continuamos escuchando a Jesús:

“Pues si alguno quiere salvar su alma, la perderá, pero si alguno pierde su alma por causa mía y del evangelio, la salvará. ¿Pues de qué le vale al hombre ganar el mundo entero si echa a perder su alma? ¿Pues qué dará un hombre a cambio de su alma? Pues si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él, cuando venga en la gloria de su padre con los ángeles del cielo” (8,35-37).

Este pasaje repite cuatro veces la palabra “psyjé”, que no es fácil de traducir, arriba hemos usado “alma”. Lo que la palabra griega quiere decir es “principio vital”, “mi yo más vivo”. Se podría traducir también por “vida”: “¿Pues de qué le vale al hombre ganar el mundo entero si echa a perder su vida?”. Bien entendido que “vida” aquí no se refiere a la vida biológica.

Por Cristo y el evangelio merece la pena dar la vida. Es más, la única manera de vivir plenamente, de vivir en libertad, es dando la vida por la buena noticia de Jesús. Seguimos:

Y les decía: Amén os digo, que algunos aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean el Reino de Dios venir en poder” (9,1)

“Amén os digo” esta es una frase que suena extraño en español, también suena raro en el original griego. Parece ser que Jesús tenía la costumbre de anteponer la palabra “Amén” a algunas de sus frases, lo cual no era normal en su lengua, el arameo. El evangelista conserva esta manera típica de hablar que tenía Jesús.

Además de esta peculiaridad formal, la frase es extraña por su contenido: es una predicción que claramente no se ha cumplido. Todos los que estaban allí con Jesús murieron hace mucho tiempo y el Reino de Dios no ha venido aún con todo su poder.

¿Es esta una profecía fallida? En cierto sentido sí. Jesús –al igual que Juan Bautista antes que él– pensaba que el fin del mundo era inminente. De la misma opinión eran los primeros cristianos. Pablo pensaba que no iba a morir, que vería en vida el regreso de Jesús a la tierra y el juicio final (véase por ejemplo 1 Cor 15, 51-52). De la misma opinión sería Marcos. Los últimos testigos directos de Jesús estaban muriendo en la época en que escribió su evangelio, antes que muriera el último –pensaba el evangelista– irrumpiría el Reino con todo su poder.

Así que en un cierto sentido esta profecía no se ha cumplido, pero en cierto sentido sí. Porque lo importante no es el tiempo exacto del fin del mundo, sino el hecho de que el Reino, a partir de Jesús, está irrumpiendo con poder en la tierra. Esto es lo radicalmente importante y por ello, el cristianismo no se derrumbó cuando se vio que el Reino no iba a llegar enseguida. Algo que debió ser claro a finales del siglo I. Los cristianos continuaron tratando de vivir el evangelio, porque lo importante era contar ya con la fuerza del Reino de Dios.

Termina aquí termina una sección de enseñanzas de Jesús. Después de que Jesús anunciara su pasión, Pedro se encara contra Jesús y recibe una fuerte reprobación. A continuación Jesús enseña a los discípulos. Este esquema en tres pasos: anuncio del a pasión, incomprensión de los discípulos y enseñanza, se va a repetir tres veces lo largo del viaje a Jerusalén.