Episodio 29:
Servir a los pequeños

Comentamos Marcos 9,35 - 10,16

En el episodio anterior, Jesús anunció por segunda vez su pasión y resurrección, y por segunda vez los discípulos “metieron la pata”. En este caso se pusieron a discutir quién es el más importante. A continuación, Jesús les instruye así:

Los hizo sentarse y les habla a los Doce y les dice: “Si alguno quiere ser primero, sea el último de todos y el servidor (diakonos) de todos”. Y tomando a un niño lo puso en medio de ellos y lo abrazó y les dijo: “El que acoja a uno de estos niños en mi nombre, a mí me acoge, y el que me acoge, acoge al que me ha enviado” (9,35-37).

Jesús sale al encuentro del deseo de grandeza de sus discípulos y le dice: Está bien, ¿queréis ser grandes? No hay problema. Ahora si alguno quiere ser el primero, que se ponga al servicio del último, el poder es para servir.

Y para que todo quede clarificado con un ejemplo concreto, Jesús toma en brazos a un niño. Todo el que tiene un niño en su vida sabe el mucho trabajo que eso supone, el mucho servicio que demanda.
Jesús nos dice que el que acoge a un niño le acoge a él, y el que le acoge, acoge al Padre.

A partir de este punto, Marcos junta en los siguientes versículos una serie de enseñanzas de Jesús, un poco desordenadas, es como si tuviera que meter estas palabras de Cristo sobre la comunidad en algún sitio, y ha decidido que este el mejor lugar. Leemos:

Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros». Pero Jesús les dijo: «No se lo impidáis, porque nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros. Os aseguro que no quedará sin recompensa el que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que pertenecéis a Cristo (9,38-41).

Jesús tiene una visión amplia de su comunidad. No solo están al servicio del Reino esos discípulos que le siguen a todas partes, también hay otros, que no pertenecen al grupo, pero que hacen el bien en su nombre, esos también son de los nuestros, -dice Jesús. Y si alguno da nos ayuda aunque sea con un vaso de agua, ese también participa del Reino de Dios y recibirá su recompensa. Seguimos leyendo:

Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar. Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible. Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies a la Gehena. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos a la Gehena, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Porque cada uno será salado por el fuego. La sal es una cosa excelente, pero si se vuelve insípida, ¿con qué la volverán a salar? Tened sal en vosotros mismos y vivid en paz unos con otros». (9,42-50)

Obviamente, estas palabras tienen un carácter hiperbólico. Dicho de manera más sencilla, Jesús usa exageraciones para transmitir de manera vívida un mensaje. Por favor, si hay niños escuchando esto en vuestra casa, no os saquéis un ojo ni os cortéis un brazo. El mensaje es claro. Para ser discípulo de Cristo, hace falta -como diría Santa Teresa de Jesús-, “una determinada determinación”.

Somos la sal de la tierra, hemos recibido un don para dotar de sabor a la vida, no solo la nuestra sino la de aquellos que nos rodean, no lo estropees. Seguimos:

Después que partió de allí, Jesús fue a la región de Judea y al otro lado del Jordán. Se reunió nuevamente la multitud alrededor de él y, como de costumbre, les estuvo enseñando una vez más (10,1)

Hay aquí un cambio de escenario. Marcos nos cuenta que Jesús y su grupo siguieron viajando. Ya no están en Galilea, sino que caminan a lo largo del río Jordán hacia el Sur, acercándose a Jerusalén. La ruta que siguen era la más frecuentemente seguida por los peregrinos galileos a la Ciudad Santa. En lugar de ir por el camino más corto, atravesando Samaría; rodeaban este territorio hostil rodeándolo por el Este.

Se encuentran ya en territorio de Judea. Y se reúne una multitud, ya no está Jesús solo cono los discípulos, así que estas enseñanzas tienen un carácter más público. Vamos a observar la escena:

Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: «¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?». El les respondió: «¿Qué es lo que Moisés os ha ordenado?». Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella». (10,2-4)

De entre la multitud, aparecen unos fariseos, expertos en la interpretación de la Toráh, le preguntan a Jesús sobre la licitud del divorcio. Y Jesús responde a la gallega, con otra pregunta “Vosotros sois los expertos, ¿qué dice la Ley?” Ellos responden citando al Deuteronomio, el quinto libro de la Toráh: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella».  Podrían haber añadido: Dt 24, 1, que dice “Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito una acta de divorcio y la echará de casa”.

El Antiguo Testamento no pone ningún límite a la potestad del marido de divorciarse de su mujer, basta que considere que hay algo indecente en ella y le redacte el documento correspondiente. Gracias a la Mishná, una recopilación de dichos rabínicos de comienzos del siglo III d.C., sabemos que los fariseos de la época de Cristo discutían sobre qué aplicación se debía hacer de este pasaje. Leemos en la Misná:
La casa de Samay dice: nadie repudiará a su mujer a no ser sólo si encuentra en ella algo indecente ya que está escrito: porque encontró en ella algo indecente. Y la casa de Hilel dice: incluso si dejó quemarel cocido,  ya que está escrito: porque encontró en ella algo indecente. Rabí Aquiba dice: incluso porque encontró a otra más hermosa que ella, ya que está escrito: dejó de agradarle. (Guittin 9,10)

Así que según el rabino Samay y su escuela, para despedir a tu mujer tenía que haber un motivo grave, que no especifica, pero que probablemente se refiere a un adulterio. Hilel, sin embargo, es más liberal, basta que haya dejado que se queme la cena. Rabino Aquiba va incluso más allá: basta que haya encontrado a otra que le guste más.

La situación real era que el marido podía expulsar a la mujer de la familia cuando quisiera. Es el marido el que tiene todo el poder. Puede “despedir” a la mujer. De hecho este es el verbo que encontramos en el texto griego del evangelio “¿es lícito a un hombre despedir a su mujer?”
Veamos qué responde Jesús:

Entonces Jesús les respondió: «Si Moisés os dio esta prescripción fue debido a la dureza de vuestro corazón. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido». (10, 5-9)

Jesús dice, efectivamente, eso dice el último libro de la Toráh, el Deuteronomio, pero si leéis el primer libro de la Toráh, el Génesis, veréis que en el relato de la creación Dios hizo al hombre y a la mujer al mismo tiempo, es decir, con la misma dignidad.

En realidad Si leemos el Génesis, lo que nos encontraremos son dos relatos de la Creación, en el capítulo primero Dios crea simultáneamente al hombre y a la mujer; en el capítulo segundo, Dios crea primero a Adán y luego de su costilla saca a Eva. De estas dos versiones, Jesús escoge la primera y lo usa para mostrar la fundamental igualdad de ambos sexos. Y si tal es la condición humana, el hombre no puede el hombre despedir a su mujer, nunca. Ni por una adulterio ni por un cocido o porque haya encontrado otra más joven. Seguimos leyendo:

Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. El les dijo: «El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio». (10, 10-12)

Aquí Jesús dice algo revolucionario que puede pasar desapercibido para nosotros. En el mundo en el que vivía Jesús, un hombre no podía cometer adulterio contra su mujer. Imaginemos por ejemplo a dos parejas de esposos de aquella época en Israel: Jeconías y Rut; y Eliud y Raquel. Si Eliud se acuesta con Rut, Eliud comete adulterio, pero no contra Raquel, su mujer, sino contra Jeconías, el marido de su amante Rut. El adulterio es un asunto de robo de la propiedad entre varones. Si Eliud se hubiera acostado con Tamar, una viuda que vive sola y que se ha tenido que darse a la prostitución, no hubiera cometido adulterio, porque no hay ningún varón implicado.

Y sin embargo, Jesús dice: El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera mujer. La ofende, le roba algo. El caso más frecuente entonces sería la de una hombre mayor que despide a su mujer ya mayor y se casa con una más joven. Eso –dice Jesús– es un adulterio. Y si no imagínate que una mujer despidiera a su marido y se fuera con otro. –Esto es algo totalmente imposible en aquella sociedad– ¿Qué pensarías en ese caso? Sería una adulterio. Pues es lo mismo.
Seguimos leyendo:

Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Os aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él». Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos (10,13-16).

Después de tratar de la situación de la mujer, pasamos al tema de los niños. En la Biblia los niños no son símbolos de inocencia o pureza, sino de impotencia. El niño es el último de la sociedad. Esto quizás es difícil de imaginar para los que vivimos en los países ricos de Europa donde los niños escasean. En España, hay pocos niños y los pocos que hay –al menos los que pertenecen a la clase media– tienen de todo, demasiado incluso. Cuando uno llega a algunas aldeas africanas, tiene la experiencia contraria: De repente empiezan a salir de todas partes cientos de críos, algunos no muy bien atendidos.

Pienso que a Jesús le debió pasar algo parecido. Los niños ocupaban el último lugar de la escala social, después justo de las mujeres, y los discípulos apartaban a los niños para que Cristo no perdiese el tiempo con esta gentecilla.

Y Jesús no solo los acoge sino que los pone como ejemplos de cómo hay que recibir el Reino de Dios: No como uno de exhibe sus títulos y dice ¡merezco ser amado de Dios! Sino el que en su pobreza se pone en manos de Jesús.

Terminamos así el episodio de hoy, la próxima semana cerraremos esta sección de enseñanzas de Jesús y escucharemos el tercer y último anuncio de la pasión. Será nuestro último podcast sobre el Viaje hacia Jerusalén