Episodio 43. Dios Padre

Los episodios anteriores de la segunda temporada de este podcast, han estado dedicadas a reflexionar sobre qué queremos decir cuando los cristianos decimos ‘Dios’.

Dicho de otra manera, lo que hemos estado haciendo en estos episodios es explicar el significado de la primera frase del Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso Creador del Cielo y de la Tierra”.

En realidad, la explicación de la palabra “Creo” la hicimos en los episodios 2 y 3 de la primera temporada.

En los dos primeros episodios de esta temporada, el 38 y 39, hablamos de “Dios” con minúscula y con mayúscula, para delimitar el significado de esta palabra en el politeísmo y en el monoteísmo. Luego hemos dedicado un episodio sobre el problema del mal, que se plantea cuando decimos creer en un Dios bueno y Todopoderoso, y por último hemos dedicado dos episodios a la afirmación de que Dios es “Creador del Cielo y la Tierra”.

Así que hemos cubierto todas las palabras de esta primera frase del Credo, excepto una: “Padre”

¿Por qué dice el Credo que Dios es “Padre”?

En primer lugar hay que afirmar que aquí “Padre” tiene un sentido analógico. Es decir, que Dios no es “padre” en el mismo sentido que cuando usamos normalmente esta palabra.

“Padre” es una figura humana, un señor que ha tenido al menos un hijo, y un hijo se tiene teniendo sexo con una señora, que se quede embarazada como resultado y dé a luz un hijo. Un buen padre además se hará cargo de esa criatura y le dará sustento y educación.

Esta idea de paternidad puede extenderse a los padres adoptivos, que aunque no sean padres biológicos ejercen las demás funciones de la paternidad y son en la mayoría de los casos considerados “padres” tanto por sus hijos como por la sociedad.

El Credo –y la Biblia– utilizan la imagen de la paternidad para presentarnos a Dios, pero la Biblia –a diferencia del Credo– utiliza otras muchas imágenes como analogías de Dios (En el episodio 4 del podcast explicamos este importante concepto “analogía”).

Por ejemplo encontramos en Isaías 66,13: “Así como una madre consuela a su hijo, así os consolaré yo”. En Isaías también la imagen de Dios como alfarero en Is 64,8. En otros lugares del Antiguo Testamento, Dios aparece como un águila que lleva a sus crías sobre las alas, como un fuerte guerrero o como una roca o un castillo.

Y también utiliza la imagen de “padre” para referirse a Dios en varios pasajes, pero ésta no es una imagen central en el Antiguo Testamento ni por la frecuencia de su uso ni por su importancia. ¿Por qué?

No podemos dar una respuesta final y contundente, pero según algunos expertos en el Antiguo Testamento, la cierta resistencia que tiene el Antiguo Testamento para referirse a Dios como ‘Padre’ viene del hecho de que en las religiones paganas del entorno de Israel, Dios era imaginado frecuentemente como padre. La relativa escasez de esta imagen para referirse a Dios en el Antiguo Testamento se debería al deseo de los autores de la Biblia de distinguirse de sus vecinos paganos.

En el Nuevo Testamento encontramos también una gran variedad de imágenes de Dios, Dios como dueño de la viña o como sembrador, pero hay dos imágenes que resultan más importantes que las demás: la imagen de Dios como rey y la imagen de Dios como padre.

La más importante analogía usada por Jesús para hablarnos de Dios es la del Reino de Dios. Jesús dedicó su vida al anuncio del Reino de Dios, una expresión que presupone la imagen de Dios como Rey.

La segunda importante manera de referirse a Dios es la de Padre. Jesús describe a Dios como Padre en algunas de sus parábolas, pero sobre todo, se dirige a Dios llamándole padre, en su lengua aramea “Abbá”, una palabra que el Nuevo Testamento –aun a pesar de estar escrito en griego- transmite en arameo en tres lugares (Gal 4,6; Rom 8,15; Mc 14,36)

Se ha convertido en lugar común la idea, popularizada por Joachim Jeremias, de que la expresión “Abba” tendría su origen en el lenguaje infantil. Según esta interpretación, “abba” sería el equivalente al castellano “papá” o “papi”.  El mismo Jeremias abjuró más tarde de esta posición considerándola “un caso de inadmisible ingenuidad”, pero el error continuó extendiéndose.  Es un producto de la imaginación moderna la idea de que Jesús se dirigió a Dios como un niño a su padre a través del uso de una palabra proveniente del lenguaje infantil. “Abba” es sencillamente el vocativo de “Ab” (padre) y no denota de por sí una especial intimidad o ternura, mucho menos un matiz infantil.

Jesús utilizó, entre otras metáforas, las de “padre” y “rey” para referirse a Dios, con esto no aportó nada nuevo que no fuera de uso corriente en las religiones de la humanidad en general o en la suya, el judaísmo, en particular.

Lo original de Jesús fue el modo en que fue dibujando una imagen de Dios a través del uso de esta y otras metáforas. En sus parábolas, Jesús narra un padre bien distinto de los padres de su cultura patriarcal. Quizás ninguna resulta más ilustrativa que la que se nos presenta en el relato, así llamado, del hijo pródigo.

En esta historia, el menor de dos hermanos pide a su padre “la parte de la hacienda que me corresponde” (Lc 15,12). En aquella sociedad, igual que en la nuestra, los hijos no se repartían los bienes paternos en vida, sino a su muerte, como herencia. Pero este padre, contra toda expectativa, distribuye su herencia en vida al hijo que se lo pide. Lo que viene a continuación es más previsible. El joven que se ve de pronto en posesión de una fortuna lo malgasta irresponsablemente y se queda al poco tiempo sin nada. Luego llega la penuria, y entonces, -la narración deja claro que lo que le motiva es el hambre, no los sentimientos más nobles- decide volver a casa. En el camino, prepara el discurso del reencuentro: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus trabajadores” (Lc 15,18-19).

El verdadero momento de la sorpresa llega ahora, en el desenlace de la parábola: el padre, verdadero protagonista del relato, hace algo que en el contexto sociocultural de Jesús y sus oyentes resultaba chocante: corre, se echa sobre cuello de su hijo y lo besa (15,20). Correr y tener tales efusiones de afecto fuera del ámbito de la casa era un comportamiento impropio, vergonzante para un patriarca de aquella cultura. El padre del hijo pródigo se comporta como una madre. – “¡Qué vergüenza!”, exclamaría un defensor del orden establecido– Y, sin embargo, millones de hombres y mujeres de aquella cultura y de muchas otras se han conmovido hasta las lágrimas al escuchar este relato de Jesús.

Reyes y padres eran las figuras de autoridad por excelencia en el mundo antiguo. En las sociedades grecorromanas, como en la mayoría de las sociedades de la era preindustrial, las dos instituciones básicas eran la casa o familia (oikós en griego) y la ciudad (polis en griego), que cumplía con las funciones del estado. Esto marca una gran diferencia con respecto a las sociedades modernas.

La paternidad, que es en nuestros días una tarea sobre todo educativa y afectiva, al margen del trabajo productivo, era en aquella época una función, ante todo, de poder. El padre organizaba el trabajo y exigía obediencia. Podía en el caso del derecho romano administrar justicia a los miembros de su casa, incluida la aplicación de la pena de muerte. El “padre” de la antigüedad no es el “papá” de la familia de la era posindustrial.

Llamar a Dios “rey” y “padre” es reconocer la autoridad de Dios. En esto Jesús no fue original. Cualquier religión que se precie reconoce que la divinidad es una fuerza superior con autoridad sobre los hombres y la realidad. Lo peculiar de Jesús fue el modo en que presentó a este padre y rey. Jesús ofrece una imagen del poder de Dios que subvierte las imágenes humanas del poder. Dios es poderoso, incluso Todopoderoso, pero no ejerce su poder al modo de los poderosos de la tierra

Jesús no dice que Dios es padre para hacernos entender que Dios nos ama como nos ama nuestro padre. Justo al contrario, lo hace para decirnos que Dios nos ama en un modo en que los padres no se atreven a amar en una cultura patriarcal. Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios no para decirnos que Dios ejerce el poder como lo haría un rey, sino justo al contrario, para cuestionar el modo en que gobiernan los poderosos de la tierra.