Episodio 45. Jesús, Hijo de Dios

En el episodio anterior nos quedamos a la puerta de la pregunta, quizás la más importante de toda la Teología cristiana. ¿Quién es Jesús en relación con Dios? ¿En qué sentido podemos decir que es Dios? ¿Cómo tendríamos que pensar a Dios si hay que incluir a Jesús? En este episodio comentamos la afirmación del Credo que confiesa a Cristo como el Hijo de Dios.

El Nuevo Testamento da testimonio de que Jesús llamaba a Dios “Padre”; también en varios lugares afirma que Cristo es el Hijo de Dios. Ahora bien, este es un lenguaje analógico. Aquí los términos “Padre” e “Hijo” funcionan como metáforas y el lenguaje metafórico no se caracteriza precisamente por ser preciso. También los cristianos, por ejemplo cuando rezamos el Padrenuestro, llamamos a Dios Padre. En cierto sentido, podemos incluso decir que todos los seres humanos independientemente de su religión son hijos de Dios

El Nuevo Testamento precisa que Jesús es Hijo de Dios de una manera única y peculiar. Lo hace con expresiones como “el unigénito hijo de Dios”; en otro lugar oímos a Jesús decir: “Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27) o Hay una conexión única entre Dios y Jesús hasta el punto que –como dice Cristo en el evangelio según San Juan–: “El que me ha visto ha visto al Padre” (Jn 14,9).

Ahora bien, el Nuevo Testamento jamás identifica totalmente a Dios y a Jesús, los trata siempre como dos personas distintas. En algunos pasajes llega al punto de ponerlos al mismo nivel, pero siempre los distingue.

Por ejemplo, en el prólogo del evangelio según san Juan: “En el principio era el logos, y el logos estaba junto al dios y dios era el logos” (Jn 1,1). Jesús es llamado en este versículo “ho logos”, el “logos”, término que suele traducirse como “Palabra”, pero que quiere decir también “razón”, “lógica”. Desde el principio el universo fue creado con “lógica”, y esta “razón” estaba junto al dios y dios era el logos”. Repito, este “logos” –razón, sentido, Palabra– es Jesús que existía ya como persona antes de la Creación; Él estaba junto a “ho theós” –literalmente “el dios”–

Cuando los judíos hablaban y escribían en griego y tenían que referirse a su Dios, en un contexto politeísta donde la palabra “theos” se entendía por defecto como “dios” con minúscula, utilizaban el giro “ho theós” –el dios–, no cualquier dios sino el dios, o sea, Dios, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. El prólogo de Juan dice que el logos estaba junto “el dios”, es decir, junto a Dios –con mayúscula; y luego añade “theos ēn ho logos”: dios –sin artículo– era el logos. De este modo, evita identificar totalmente al logos con Dios: no son la misma persona, diríamos con un lenguaje filosófico que aún no existía en ese momento; pero el logos es en cierto sentido divino.

Jesús está en una relación única con Dios. Como afirma San Pablo, Él existía ya antes de la Creación, pero “no se aferro al existir en ‘forma divina’” (morfē theou)” (Flp 2,6) y se anonadó a sí mismo tomando “forma de esclavo” (morfē doulou).

A partir de Jesús no podemos hablar de Dios sin referirnos a este judío del siglo I, crucificado por el gobernador romano Poncio Pilato, porque en él hemos visto de algún modo a Dios; o si prefieren una imagen auditiva en lugar de visual, en él, Dios ha pronunciado su última, de hecho, él mismo es esa Palabra. Y como dice San Juan de la Cruz:

“Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo”

Todo esto es bastante sutil; espero que no se hayan perdido. Albert Einstein decía que las cosas había que explicarlas de la manera más sencilla posible, pero no de manera más sencilla de lo posible.

Cuando a los cristianos nos preguntan qué queremos decir cuando decimos Dios, no podemos sin más afirmar: hay un Dios Creador de todas las cosas –como hace el judaísmo o el Islam–; o que hay muchos dioses escondidos en los infinitos recovecos de la realidad –como hacen el sintoísmo o el hinduismo, religiones politeístas–. Lo menos que podemos decir es que creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Decir menos que eso es simplificar más allá de lo posible.

Y por esta razón entre otras, la fe cristiana requiere teología. Creemos en una divinidad que exige sutileza intelectual, demanda el esfuerzo de pensar, aunque nunca lleguemos a comprender del todo.

El Nuevo Testamento da testimonio de este asombro: los cristianos comenzaros a descubrir que el Dios de Israel tenía que pensarse de otro modo a partir de Jesús y de la efusión del Espíritu. Como hemos visto, utilizan una serie de estrategias diversas para poner de relieve que Jesús está en una relación única con Dios y al mismo tiempo no es la misma persona que el Padre y –no lo olvidemos– no hay más que un Dios, pero ese Dios único ya no puede ser pensado sin hacer referencia a Jesús, es decir, que no es sólo trascendente, sino también inmanente; no es sólo el invisible, sino también el visible; no es sólo el que está más allá de todo, sino también el que está más próximo a mí que mi más íntima intimidad.

Y el Nuevo Testamento consigue hacer esto sin utilizar un lenguaje filosóficamente preciso.

A final del siglo I ya están escritos los 27 documentos que hoy conforman el Nuevo Testamento y a mediados del siglo II ya se los considera Sagrada Escritura, pero el tiempo de discernir quién es Jesús no se ha acabado aún.

Durante los siglos segundo  y tercero la Iglesia no crea ningún otro documento autoritativo que exprese cómo Jesús es Dios. Lo que sí hace es reaccionar cuando se producen interpretaciones acerca de la identidad de Jesús que se perciben como –usemos la palabra– heréticas, más técnicamente como “herejías cristológicas”.

Explico esta palabra terrible “herejía”. Una herejía cristológica es una formulación de la identidad de Cristo en relación con Dios que es percibida  como inadecuada por la Iglesia. Hay que quitarse de la cabeza –al menos para hablar de esta época– la imagen de herejes ardiendo en la hoguera juzgados por la Inquisición.

En este período los cristianos no persiguen a nadie, ¡más bien son perseguidos ellos! La Iglesia carece de poder para hacer daño físico a los que considera herejes. Se trata de un debate en el plano de las ideas y de la fe. Según la Iglesia, algunas propuestas sobre la identidad de Jesús no son compatibles con su fe.

Por ejemplo, los ebionitas: este era un grupo de judeocristianos que  declaraban que Jesús era el Cristo, el Mesías esperado, el más grande de todos los profetas, pero sólo eso. Sólo hay un Dios, el de Israel, y Jesús es su enviado, pero nada más. Rechazaban que Jesús existiera de alguna manera antes de nacer y negaban que pudiera dársele culto como a Dios.

Por el otro extremo, tenemos a los docetas. El término “docetismo” proviene del verbo griego “dokeō”, que quiere decir “parecer”. Jesús “parecía” humano, pero era totalmente dios. Por tanto, no sufrió verdaderamente, daba esa impresión, “parecía” humano, pero no lo era. La Iglesia también rechazó vigorosamente este punto de vista como inadmisible.

Durante los tres primeros siglos, la Iglesia no hizo ninguna declaración oficial sobre cómo debía entenderse la divinidad de Jesús, más allá de lo que ya decía el Nuevo Testamento. Sólo cuando se topaba con opiniones teológicas inadmisibles –herejías– las condenaba. Las cosas van a cambiar con el advenimiento del siglo IV, pero de eso hablaremos la próxima semana.