Episodio 47
El Espíritu Santo: Primera Parte

Recordábamos en uno de los episodios anteriores una cita de Albert Einstein que decía que las cosas había que explicarlas de la manera más sencilla posible, pero no de manera más sencilla de lo posible. Aplicado a la pregunta acerca de Dios, para los cristianos, lo menos que podemos decir acerca de Dios es que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Simplificarlo más traiciona radicalmente lo que queremos decir cuando decimos ‘Dios’.

Y es que Jesús ha alterado tanto lo que sabemos acerca de Dios, que a partir de él, no podemos ya hablar de Dios sin hacer referencia a Cristo. Y no sólo porque Jesús enseñó muchas cosas acerca de Dios, sino por lo que él expresó con su vida –y su muerte–. Su misma persona es Palabra de Dios, comunicación de Dios que se revela a Sí mismo.

De todo esto hemos hablado ya en los tres episodios anteriores que dedicamos al segundo artículo del Credo –Creo en su Hijo Jesucristo–. Resumiendo aque punt del Credo podemos decir que para llamarse cristiano no basta decir que Jesús fue un gran tipo, que sus enseñanzas fueron muy sabias. El cristianos confesamos que “quien le ha visto ha visto al Padre”. Y los primeros cristianos se atrevieron a proclamar esto porque tuvieron la experiencia de su resurrección.

Resurrección no quiere decir que Jesús ha vuelto a la misma vida que tenía antes de morirse, al mismo tipo de cuerpo y de existencia que tenemos nosotros los mortales sobre la tierra. Cristo ha inaugurado una nueva forma de existir para los seres humanos, una forma de vida no amenazada ya por la muerte.

La resurrección no es algo que le pasó sólo a Jesús. Lo que Jesús hizo fue abrir la puerta a una nueva posibilidad también para los demás humanos. Es como si a través del túnel que Él ha perforado en el muro de la muerte, otros podemos también pasar. Nosotros también resucitaremos como él. Y esto no transforma sólo nuestra visión del más allá, también hace posible vivir de otra manera en el más acá. Permite vivir sin miedo. Sin miedo a la muerte y sin miedo a los poderes que basan su fuerza coercitiva en el miedo a la muerte.

Esto es lo que experimentaron los primeros cristianos que creyeron en la resurrección de Cristo: Era posible de otra manera, como había vivido Jesús, sin miedo. La buena noticia –el evangelio– que Jesús había lanzado sobre la tierra no había acabado con él, la resurrección le daba un nuevo impulso.

Esta es la razón por la que el evangelista Lucas decidió escribir un nuevo libro como continuación del evangelio: El libro de los Hechos de los Apóstoles. Que empieza con estas palabrsa “En mi primer Libro, querido Teófilo, me referí a todo lo que hizo y enseñó Jesús, desde el comienzo”. Este prólogo dice claramente en el que este libro es una “segunda parte” del “primer libro” (=el evangelio según San Lucas). Y el contenido de los Hechos de los Apóstoles es la narración del nacimiento y los primeros años de la Iglesia, y casi lo primero que nos encontramos en sus páginas es esta escena: Pentecostés. Leo:

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo.  Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos?¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios». Unos a otros se decían con asombro: «¿Qué significa esto?». Algunos, burlándose, comentaban: «Han tomado demasiado vino». (Hechos 2,1-13).

No nos quedemos en el aspecto un tanto cinematográfico de esta escena, en sus efectos especiales, y vayamos a su significado. Una nueva presencia de Dios, al que aquí se llama “Espíritu Santo” hace posible un nuevo comienzo. Y desde el comienzo, esta nueva realidad –que se llamará ‘Iglesia’– es una unidad hecha de pluralidad. La retahíla de distintos pueblos que Lucas se detiene a mencionar, escuchan a los apóstoles en su propia lengua. Y se invierte la confusión de lenguas que había llevado a la desintegración de la familia humana en Babel (Génesis 11,1-9).

El proyecto de Jesús de reconciliar a todos con Dios –el Reino de Dios– toma en el libro de Hechos unas dimensiones ya verdaderamente universales. Y es que Jesús apenas salió de Israel, sus seguidores –con la fuerza del Espíritu– van a llevar su misión hasta los confines de la tierra.

¿Por qué lo llaman ‘Espíritu’? Estamos tan acostumbrados a esta palabra que parece como un nombre propio. En el uso actual de esta palabra en español no podemos percibir fácilmente la imagen a la que apela el término. Cuando hablamos de Dios como Padre e Hijo está claro que usamos imágenes humanas –la de la paternidad y la filiación– para referirnos a Dios. Cuando hablamos de Dios como ‘Espíritu’ estamos también usando una imagen.

Esto no es inmediatamente obvio en español, pero si leemos en Nuevo Testamento ensu versión original –en griego–, la palabra que encontramos en lugar de ‘espíritu’ es ‘pneuma’, que es el sustantivo verbal del verbo ‘pneō’, que quiere decir soplar. ‘Pneuma’ significa ‘soplo’, ‘aliento’, ‘viento’.

En Juan 3,8 leemos: “El viento sopla donde quiere”. En griego suena así: “to pneuma pnei hópou thélei”. “To pneuma pnei” –‘el soplo sopla’ o el ‘aliento alienta’ o el ‘viento ventea’– y continúa el evangelista “tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del pneuma.”

¿Por qué llamaron ‘viento’, ‘soplo’, ‘aliento’, ‘espíritu’ a esta presencia de Dios? En primer lugar es invisible. El viento no lo ves, pero que sea invisible no quiere decir que no sea real o que carezca de efectos. El viento puede derribar árboles cuando es un vendaval. E incluso cuando sus efectos no son tan espectaculares, sin el aire que entra en nuestros pulmones a cada respiración, estaríamos muertos en pocos minutos.

Los antiguos no pensaban como nosotros que el viento no era una masa de aire que pasivamente es movida por las diferencias de presión. Imaginaban que el viento era ‘automóvil’ que tenía un fuerza en sí que lo hacía moverse y mover las cosas. También lo creían dotado de una vitalidad que era capaz de sostener la vida de todos los seres que respiramos.

Pues bien, hay una fuerza de Dios –afirmaban estos primeros cristianos– invisible y sutil, pero sumamente poderosa, está actuando en nosotros. Haciendo posible que continuemos con la obra de Jesús. Y lo llamaron Espíritu Santo.