Episodio 48
El Espíritu Santo: Segunda Parte

La impresión que uno tiene cuando lee el Nuevo Testamento, especialmente las cartas de San Pablo o los Hechos de los Apóstoles, es que para los cristianos de los inicios el Espíritu Santo es una experiencia, no un dogma. Algo en lo que tienen que creer porque lo incluye el Credo o los catecismos. Es algo –mejor alguien– bien presente, que les sostiene en lo que hacen.

Por ejemplo este pasaje de la Carta de San Pablo a los Romanos:

Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace clamar ‘Abba’, Padre.

El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él.

Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros.

En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios […] Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.[…]

y el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la voluntad divina. (Rom 8,14-27)

Un espíritu que transforma a las personas y sus relaciones, haciendo posible nuevas formas de proyecto común. Si leemos el Nuevo Testamento, nos damos cuenta de que los primeros cristianos fueron tremendamente creativos, se enfrentaron a problemas que Jesús ni había imaginado al lanzarse al vasto mundo del Imperio Romano y dieron nacimiento a nuevas formas de vivir el evangelio en contextos sociales nuevos.

Volvemos al libro de los Hechos de los Apóstoles, al punto donde lo habíamos dejado, justo después de la escena de Pentecostés: Pedro –que hasta entonces había estado medio escondiéndose cobardemente– toma la palabra y empieza a predicar. Leo:

Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: “Hombres de Judea y todos los que habitáis en Jerusalén, prestad atención, porque voy a explicaros lo que ha sucedido. Estos hombres no están ebrios, como vosotros suponéis, ya que no son más que las nueve de la mañana, sino que se está cumpliendo lo que dijo el profeta Joel: "En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y los ancianos tendrán sueños proféticos. Más aún, derramaré mi Espíritu sobre mis servidores y servidoras, y ellos profetizarán…” (Hechos 2,14-18).

El Espíritu Santo ya estaba presente en el inicio de la Creación, aleteaba –dice el Génesis– sobre el caos primordial. Había hablado por los profetas, aquí cita Pedro al profeta Joel, pero más allá de estas u otras palabras, el Espíritu es el que había acompañado el caminar del pueblo de Israel. El Espíritu habitaba en Jesús y ahora, después de la resurrección, se estaba dando sin medida. Esa es la visión de Pentecostés. Basta que lo pidas: “Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas xa vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11,13).

El Espíritu puede cambiar cada una de nuestras vidas, puede cambiar la Iglesia, puede cambiar el mundo.