55. Budismo y cristianismo.

Llegamos a este último episodio de esta miniserie dedicada al budismo y al cristianismo recogiendo algunos puntos más importantes que han ido apareciendo.

Nuestro estudio ha puesto de relieve la gran importancia que tiene el judaísmo –o si prefieren el Antiguo Testamento– para entender el cristianismo. La raíz de la diferencia entre el cristianismo y el budismo está en la idea de un Dios único, personal, trascendente y creador que el cristianismo heredó del judaísmo. Un repaso por las distintas religiones revela hasta qué punto esta idea –que puede parecer “natural” o “racional” a un occidental– es original, extraño, de hecho único en la historia de las religiones.

La diferencia radical entre el cristianismo –junto al judaísmo y el Islam– con el budismo es que en éste no hay un “Dios” que se haga responsable de la realidad. Esto ha llevado a algunos estudiosos a decir que el budismo no es una religión. Pero lo cierto es que en la historia de las ideas religiosas, la excepción es el monoteísmo creacionista que se inició –según la Biblia– con Abrahán. En el budismo, al igual que en todos las religiones excepto las monoteístas, no hay un ser personal que se haga cargo de la totalidad de la realidad y la historia. Hay dioses y diosas, cierto, pero ellos y ellas son parte del mundo, sometidos por lo tanto a un destino superior ciego e implacable.

Lo que budismo y cristianismo tienen en común es curiosamente lo que tienen de anti-religioso. El cristianismo –junto a los otros dos monoteísmos– rechaza a los “dioses” hasta negar su existencia: Los dioses no existen. Nada hay sobre la tierra a lo que el ser humano deba estar sometido. El budismo no llega tan lejos, pero al exaltar a Buddha sobre los dioses –él ha conseguido trascender este mundo de causación dependiente al que los mismo dioses están sujetos– los relativiza radicalmente. Es en esta búsqueda de lo que trasciende el mundo donde budismo y cristianismo encuentran sintonía. Nada de lo que hay en el mundo es señor del ser humano. Todo es penúltimo.

Aquí es donde los cristianos podemos aprender más del budismo. Quizás ninguna tradición espiritual ha desarrollado tanto los métodos y técnicas de meditación como lo ha hecho el budismo. El Vipassana en el Teravada, el zazen japonés y los diversos métodos tibetanos de meditación son “tecnologías del espíritu” que enseñan a calmar la mente y a encontrar esa lucidez acerca de la realidad del mundo como inconsistente en sí mismo.

Para el budismo ese despertar mismo es la liberación definitiva. El mundo es samsara, un eterno retorno que no lleva a ninguna parte, un movimiento sin destino ni sentido. Mediante la vía óctuple que enseña el modo correcto de contemplar la realidad, de obrar en ella y de meditar, se puede escapar al mundo y alcanzar el Nirvana.

Para el cristiano, el mundo es también en sí mismo inconsistente –contingente–, pero esta contingencia ha sido redimida. Dios sostiene nuestra fragilidad y lo transfigura. Por eso no necesitamos escapar de nuestro mundo, sino esperar que Dios lo transforme.

Esta esperanza se sostiene en la resurrección de Cristo. Dios –el Señor de la realidad– se ha hecho hombre en Jesús. Él abrazó nuestra humana fragilidad, compartió con nosotros todo, excepto el pecado. En él la muerte ha sido vencida. En él no es una condena ser hijos. De este modo podemos reconciliarnos con nuestra creaturalidad, el mundo no se sostiene por sí mismo sino que es sostenido por Otro que lo ha creado por amor. El cristianismo llama a reconciliarnos con nuestra carnalidad, no a escapar de él.

Buddha es sin duda uno de los más grandes sabios que han pisado la tierra: nacido rico, se desprendió de todo para buscar la Iluminación, la encontró y la enseñó a sus discípulos; su vida se extinguió pacíficamente mientras caía en un profundo estado de meditación que le conduciría al Nirvana. Cristo murió en una cruz, torturado y gritando “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Una locura total, si Él no fuera quien es: Dios mismo que ha venido a compartir nuestra humanidad.