066. La conciencia

A lo largo de los últimos diez episodios, hemos insistido en el cambio de rumbo que ha experimentado la Teología Moral a partir del Concilio Vaticano II, una de cuyas características es abrir la perspectiva de la mirada teológico-moral.

En la época pre-conciliar el análisis de casos de conciencia ocupaba la totalidad de la  Teología Moral. La moral casuista consistía justamente en eso: aplicar normas de conducta a casos concretos. Tomar decisiones o juzgar la moralidad de las decisiones tomadas era la tarea –toda la tarea– de la Teología Moral.

A través de los últimos diez episodios hemos querido abrir la perspectiva. Es decir, colocar las decisiones morales en el marco más amplio de toda la vida cristiana. Tomar decisiones difíciles no es el todo de la vida moral. Para entender cada acto moral, necesitamos la visión de conjunto de la vida cristiana, como respuesta que da cada creyente a la llamada de Dios a lo largo de toda su vida.

La vida moral consiste en una transformación de la persona, que siguiendo a Jesús y bajo la acción del Espíritu Santo, se va convirtiendo en un ciudadano del Reino de Dios, en alguien que poco a poco se va pareciendo más al Hijo de Dios.

En los últimos tres episodios hemos hablado de las bienaventuranzas como esa lista de virtudes que describen la personalidad moral de Cristo, hacia la que estamos llamados a tender.

Pero claro, a la hora de la verdad, algunas veces uno tiene que tomar decisiones y decisiones difíciles. Tiene que bajar al caso concreto. Y de eso vamos a hablar hoy: Del discernimiento de conciencia.

¿Qué es la conciencia? Veamos lo que dice el concilio Vaticano II (Gaudium Spes, número 16)

En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello”.

Una voz que resuena en los oídos de su corazón. La palabra “conciencia” viene de “con-” y “ciencia”, “ciencia” en el sentido de saber, conocer.

Hay en mí como otro que conoce todo lo que yo sé. Yo puedo mentir a los demás, ocultarles cosas, disimular mis intenciones, pero no me puedo mentir a mí mismo, no puedo esconderme de mi conciencia.

La conciencia en cierto sentido soy yo mismo, pero en otro sentido es como alguien ajeno a mí que sabe todo lo que pienso, digo y hago, incluso mis intenciones más ocultas. La conciencia se refiere esta capacidad que yo tengo de la obcecación de mi egoísmo y alcanzar un conocimiento objetivo del bien.

Es un poco como en los dibujos animados. Un angelito y un diablillo, cada uno sobre un hombro, diciéndome lo que tengo que hacer. El ángel sería la conciencia:

cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello

Obviamente, no es un angelito, ni es la voz de otra persona que resuena dentro de mí, sino la capacidad que todo ser humano tiene de distanciarse de sí mismo –sin dejar de ser él mismo– y entender lo que debe hacer, con objetividad pero también con toda la riqueza de matices que sólo el sujeto tiene acerca de sí mismo.

Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.

Somos juzgados personalmente por la obediencia a la conciencia, no por la obediencia a la ley externa, sea esta ley del Estado, ley de la Iglesia, o ley moral.

Pongamos por ejemplo, que estoy escondiendo de la policía a una persona, que sé a ciencia cierta que es inocente. Y un guardia se presenta preguntando por esa persona. Yo puedo decidir en conciencia desobedecer la ley del Estado y la ley moral. Ambas me dicen que no debo mentir, pero puedo decidir en conciencia que en este caso debo mentir para proteger a un inocente de un peligro cierto.

Si me descubren, el Estado me juzgará y quizás  vaya a la cárcel, pero si he obedecido a mi conciencia, no pierdo nada de mi dignidad como ser humano y Dios me juzgará según lo que yo haya hecho en conciencia.

La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo.

Este párrafo nos habla de que Dios se hace presente a la persona por medio de su conciencia. Obedecer a la conciencia es obedecer a Dios.

La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad.

No solo los cristianos tenemos conciencia: Todo ser humano lo tiene y es la conciencia lo que nos une a todos en la búsqueda de la verdad y nos permite resolver los problemas de la sociedad

Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad.

La conciencia debe ser recta, es decir, bien formada. Si uno se acostumbra al mal, su conciencia se tuerce y se aparta del bien objetivo. Los criminales nazis no sentían remordimiento alguno al masacrar millones de judíos, su conciencia estaba torcida. Debemos cuidar la formación de la conciencia.

No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad.

Aquí se plantea la cuestión peliaguda de qué pasa cuando obramos en conciencia y nos equivocamos. Esto es lo que quiere decir “errar la conciencia por ignorancia invencible”. Cuando haces lo que crees que es bueno, pero terminas haciendo el mal, porque estabas mal informado y no tenías modo de estar mejor informado. En estos casos “no hay pérdida de dignidad”, o en un lenguaje más simple y tradicional “no pecamos”.

Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.

La persona que hace algo objetivamente malo por seguir a su conciencia en una situación de ignorancia invencible no peca, pero eso sí, la ignorancia invencible debe ser invencible. Dicho de otro modo, debo tratar siempre de vencer mi ignorancia. Quien “se despreocupa de buscar la verdad y el bien” va entrando en una zona oscura, en el que la luz de la conciencia se va apagando.

Resumiendo: respondemos ante nuestra conciencia, no ante la ley. Esta es la traducción en el lenguaje de la Teología moral católica de las palabras de Jesús: “El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27).

La ley es una ayuda a la conciencia para que esta pueda ganar en objetividad. Te dice: Esta es la norma, es decir, esto es lo que la comunidad y la tradición han discernido que hay que hacer en casos normales. Pero eso no ahorra la pregunta ¿Es este mi caso?

Esta es una pregunta a la que tenemos que responder en conciencia y es en conciencia como respondemos ante Dios.

En el próximo episodio haremos algún caso concreto de discernimiento de conciencia y terminaremos así esta serie de doce episodios sobre Teología Moral. ¡Hasta la próxima semana!