Encuentro de Comienzo de Curso.
La Yedra (Jaén), 3-5 de noviembre, 2006
Formato PDF. Diseñando para elaborar
un cuadernillo
Un Dios diferente
I. ¿QUÉ DIOS?
Hasta recientemente, la cuestión clave en el tema “Dios”
parecía ser afirmar o negar su existencia. ¿Existe Dios?
Tanto creyentes como ateos han tratado de demostrar su posición
sin que sus argumentos hayan convencido al bando contrario.
Hoy, se hace más evidente que hay una cuestión previa. Antes
de afirmar o negar su existencia, ¿no habría que hablar
primero sobre qué queremos decir cuando decimos Dios?
Tom Wright (actualmente, obispo anglicano de Durham, Inglaterra) cuenta
que cuando era capellán en la Universidad de Oxford, sucedía
que algunos de sus nuevos alumnos acudían a su despacho para decirle:
“Mire, creo que no me va a ver mucho por aquí, es que no
creo en Dios”. A lo que el teólogo respondía: “¡Oh,
qué interesante! Dígame, ¿en qué Dios no cree
Vd.?” El estudiante, tomado por sorpresa, respondía algo
así como: “Pues en un ser que desde arriba en el cielo vigila
a los hombres, interviene ocasionalmente haciendo milagros y finalmente
castiga a los malos enviándolos al infierno y premia a los buenos
con el cielo”. A lo que Wright solía replicar con humor:
“No me extraña que no crea en un Dios así. Yo tampoco
creo en ese Dios”. Tras este intercambio, asegura el profesor, la
conversación se volvía menos tensa, más franca y
profunda.
El Dios que niegan muchos ateos, autoritario y represor, o simplemente
indiferente ante los problemas reales de la gente, es preferible que no
exista, o peor aún, da igual que exista o no. ¿Pero y si
existiese un Dios que sí mereciera la pena, que sí importe,
que fuese buena noticia?
El rechazo de los no-creyentes de un cierto “Dios” es para
los creyentes una invitación a pensar: ¿Qué quiero
decir yo cuando digo Dios?¿Cómo es el Dios en que creo?
¿Hay una relación viva que me haga intuir el perfil de Aquel
en quien digo creer? ¿O sólo son cuatro letras que etiquetan
un concepto, una ficha cubierta de polvo en el archivo de mi memoria?
Busco un Dios que me ayude a vivir, pero no uno creado por mí,
diseñado a mi medida. Filósofos y psicólogos me advierten
que el Dios en el que creo puede ser una mera proyección de mis
deseos infantiles. ¿Hay que darles la razón? Una sed inextinguible
me lleva a decir: “Como busca la cierva corrientes de agua, así
te busca mi alma, Señor, Dios mío” (Sl 42,1)
¿Dónde encontrar al Dios vivo? Antes de ponernos nosotros
a buscarle, Él está ya de camino hacia nosotros. Dios no
es un objetivo a alcanzar, se nos da, se nos revela, ¿pero dónde?
Respetemos el derecho de Dios de decirnos quién es, ¿dónde
escucharle?
El Dios vivo se nos revela en la vida, ¿dónde si no? No
es necesario retirarse a un lugar especial ni consultar información
privilegiada. Pero la vida necesita una clave para ser leída. Para
nosotros, esa clave se halla en la revelación cristiana. Y no por
un desprecio a las demás tradiciones religiosas. Pero una religión
no es algo que uno llegue a comprender en un cursillo de fin de semana.
El hablar desde la propia es ya suficiente atrevimiento.
II. EL DIOS QUE SE MANIFIESTA EN LOS QUE SE RESISTEN AL FATALISMO
Comencemos por el principio: “Creo en un solo Dios Padre Todopoderoso,
Creador del Cielo y de la Tierra...”. Para los que estamos inmersos
en culturas secularmente monoteístas, puede parecer “normal”
que cuando se trata de Dios, hablemos de uno solo. ¿Qué
novedad puede haber en afirmar que sólo hay un Dios? Pero si adoptamos
la perspectiva más amplia de la historia comparada de las religiones,
descubrimos que el monoteísmo es una excepción.
Si tomamos las religiones en su conjunto, lo “normal” es
que los dioses sean muchos. Incluso en la historia del pueblo de Israel,
el monoteísmo, la creencia en un Dios único y creador surgió
como un descubrimiento en un momento especial de su historia.
Israel no entró en la historia como un pueblo monoteísta.
Durante los primeros 700 años de su existencia, los israelitas
proclamaron su fidelidad a un solo Dios, YHWH, pero no excluyeron la existencia
de otros dioses. Honraron y sirvieron a un único Dios, pero otros
dioses, haberlos haylos.
El 586 a.C. fue el año del desastre. Los babilonios arrasaron
Judá, Jerusalén su capital fue incendiada8774 y su población,
deportada. Las inmensas fuerzas de la geopolítica internacional
amenazaban con barrer para siempre del mapa de la historia a este pequeño
pueblo.
En esta situación casi desesperada, donde el fatalismo (las cosas
son como son, hay que resignarse, no es posible otro mundo,...) iba adquiriendo
el peso de una evidencia, brilló la esperanza de un modo nuevo
y sorprendente.
Y no es que nada pasase en el plano de los hechos, a nivel material,
las cosas no habían cambiado un ápice, fue un paso dado
en fe. Una fe que ahora se expresaba así: “La realidad en
la que vivimos, el mundo, no está sometido a una fatalidad ciega,
está en manos de Dios, el único Dios, que hizo el cielo
y la tierra”
La fe en un Dios creador no llegó como conclusión de una
reflexión filosófica, saltó como una chispa de esperanza
en un mundo que parecía abocado a la fatalidad.
Fuera del judaísmo, en las religiones de aquel entorno cultural,
los dioses se concebían como formando parte del mundo. Su poder,
aunque sobrehumano, está sometido a un destino inexorable que les
supera. Ellos también son pasajeros –aunque de Primera Clase?
en este barco sin timonel que es la realidad.
Con el monoteísmo, por fin se vislumbra un Sujeto detrás
de toda la maraña del universo, un ser personal, un Tú con
quien tener una conversación, a quien plantear nuestras quejas,
con quien planear una salida. El avión no está volando sin
piloto, sin duda, una muy buena noticia.
Y no es que el timonel pueda hacer cualquier cosa. El barco, aunque
diseñado por el propio capitán, tiene sus limitaciones.
Dios respeta la autonomía del mundo que ha creado y en ese sentido
se atiene a las reglas que ha establecido, la realidad tiene sus propios
mecanismos e inercias. Con todo, el capitán aún tiene margen
de maniobra para sortear los obstáculos.
Y ningún obstáculo más paralizante que la culpa.
Unas veces, la sensación difusa de que las cosas no son como deben
ser, otras, la aguda conciencia de un pasado que no puedo cambiar.
¿Cómo deshacerse de este inmenso peso? Aquí el
Dios creador se revela como el salvador, la Biblia lo presenta como Aquel
que realiza la expiación. “Nuestras iniquidades prevalecen
contra mí; pero nuestras transgresiones Tú las expías
(kipper)” –dice el salmista (Sl 65,3).
La palabra “expiar” traduce al español, aunque algo
torpemente, el término hebreo “kipper”. Este verbo
designa la poderosa acción de Dios que destruye el mal segregado
por el pecado.
En las religiones paganas, los hombres presentan ofrendas a los dioses
para calmar su enfado: en esto consiste su “expiación”.
No así en la Biblia: Dios es quien toma la iniciativa para eliminar
el mal. El sujeto de la “expiación” pagana es el ser
humano, y el objeto un dios, cuya ira hay que apaciguar. Por el contrario,
en la Biblia, el sujeto del verbo “expiar” es Dios mismo y
el objeto, el mal, que daña al ser humano.
Dios es pronto al perdón “lento a la ira y rico en misericordia”
(Jon 4,2) y no necesita sacrificios que le muevan a la clemencia. El Señor
se adelanta a perdonarnos, pero hace algo más: actúa contra
las “iniquidades que prevalecen”, socorre al ser humano atrapado
por las consecuencias del pecado.
Dios no nos regatea el perdón, ni se entretiene acusándonos,
en Cristo, viene incluso a cargar con lo que es demasiado pesado para
mí, a combatir a nuestro lado la culpa y el miedo, a luchar contra
lo que nos impide ser felices.
En oración ante este Dios inmenso y sin embargo cercano y personal,
aprendemos que nada está perdido, que las cosas pueden cambiar,
porque tenemos un Dios que no es indiferente ante nuestro destino.
III. EL PADRE DE JESÚS
Este Dios de salvación se reveló ?este es el núcleo
de nuestra fe? en Jesús, cuyo nombre mismo (Ye Shúa) significa:
YHWH Salva. Pero este Dios Salvador no es cualquier dios, es un Dios que
rompe con nuestras ideas preconcebidas, y por eso, Jesús dedicó
su vida a contarnos cómo es, a decirnos quién es Él,
sobre todo a través de símbolos y de pequeñas historias
que llamamos parábolas.
Las palabras de Jesús cuestionaban ideas socialmente refrendadas
acerca de Dios, el hombre y el mundo. Nos dicen: Dios no es como te lo
imaginas, y por eso, otro mundo es posible. Las autoridades religiosas
y políticas de su tiempo fueron perfectamente concientes de las
consecuencias sociales de este cambio en el modo de imaginar a Dios. Por
eso mataron al mensajero.
Una de las imágenes preferidas por Jesús para hablarnos
de Dios era el de “Padre”, es más, muchas veces se
dirigió a Dios llamándole así. ¿Fue esto lo
más original de su mensaje? Quizás no. De muchos héroes
paganos se pensaba que eran hijos de los dioses. Lo original de Jesús
no fue llamar a Dios Padre, sino cómo retrató a este Padre.
• El Dios de Jesús, el Dios de la Biblia, no es el Padre
autoritario de los fundamentalismos. No se dedica a vigilar a
los humanos: En el Jardín del Edén, no había cámaras
de seguridad. El Señor tiene que preguntar: “Adán,
¿qué has hecho?”. Tampoco fuerza a nadie a una sumisión
ciega e insensata. Por no imponer, ni siquiera ha hecho que su existencia
sea evidente, hasta el punto que uno puede elegir ser ateo. Ante todo
nos quiere libres.
• El Dios de Jesús no es el Padre ausente
de los filósofos, un Dios que puso en marcha el universo pero que
luego se desentendió de él, un ser frío y lejano
al que el mundo no le afecta. La Biblia nos habla más bien de un
Dios apasionado, que ama, que se enfada y ?por increíble que suene?
hasta se arrepiente. Un Dios que no resulta siempre previsible. Orígenes,
un cristiano del siglo III, se preguntaba con asombro “Pero el mismo
padre, Dios del universo, Él, que está lleno de longanimidad,
de misericordia y de piedad ¿es que de alguna manera no sufre?”.
San Alfonso decía que estaba Dios estaba loco, loco de amor.
• Dios no es un Padre consentidor, un “papuchi”,
que se apresta a satisfacer todos los caprichos del niño sin dilaciones
y sin límites, un super-protector que trata de evitarle a toda
costa cualquier contrariedad, no sea que se sufra algún “trauma”.
Ningún retrato más completo de este Padre que el que nos
presenta Jesús en la parábola llamada del hijo pródigo
(Lc 15,11-32). El Padre de Jesús no es un padre autoritario, que
castiga sin contemplaciones la insolencia de un hijo que le pide la herencia
en vida, ni es un padrazo super-protector, que impide al hijo cometer
sus propios errores. Tampoco, un padre ausente: aunque no aparece hasta
el momento oportuno, sus entrañas se conmueven al contemplar a
su hijo en la lejanía.
La figura de padre que Jesús presenta en esta parábola
no es el retrato-robot del “buen padre” según los cánones
de aquella época, más bien, su comportamiento es la antítesis
de lo que podría esperarse de un paterfamilias. Su proceder, tan
“blando” (¡no castiga al hijo, como era de esperar y
era su obligación!) resultaba escandaloso en aquella sociedad patriarcal.
Jesús no dice que Dios es padre para hacernos entender que Dios
nos ama como nuestro padre. Justo al contrario, lo hace para decirnos
que Dios nos ama en un modo en que los padres no se atreven a amar en
una cultura patriarcal. Por eso, con toda confianza podemos dirigirnos
a Ella también como nuestra Madre.
IV. DIOS NOS SALVA NO AHORRÁNDONOS EL TRABAJO DE CONSTRUIRNOS
La preocupación primera del Dios de la Biblia es la felicidad
del ser humano. Nuestro Dios no tiene otros intereses: “la gloria
de Dios es el hombre vivo” (San Ireneo, siglo II). Pero la felicidad
del que hablamos no consiste sólo en la satisfacción de
necesidades económicas y afectivas, apela a una situación
ética.
Por “moral” o “ética” no nos referimos
aquí al cumplimiento de unas normas. Estas palabras apuntan a algo
más íntimo y personal, no a una obligación impuesta
desde fuera. Nos hablan de la felicidad, pero no de cualquier felicidad.
Hay algo en mí que se realiza a través de una historia
en la que nadie puede reemplazarme. Sólo puedo ser feliz cuando
me construyo desde dentro, desde mis opciones, desde mi atención
y mi trabajo, desde la acogida y el servicio, desde la amistad auténtica
del recibir y entregar sin doblez, desde la verdad y la honestidad vividas
día a día, desde la solidaridad y la esperanza.
Dios viene a mi encuentro en la vida en lo que tiene de más personal,
por eso, no me ahorra el trabajo de construirme. Es un Dios que me da
tiempo y respeta mis ritmos, se revela en mi historia
“Un Dios que sabe adaptarse y comprender. Veo en la historia
ese carácter más flexible, más inestable, de una
presencia de Dios menos asfixiante, más libre, más receptiva
de lo que yo soy. Hay a veces esas ausencias momentáneas que
a uno le gustaría agradecer, pues, paradójicamente, se
experimentan como el signo de una presencia sosegada y profunda. Tengo
el derecho de ser lo que soy; no me abrasa una incandescencia. Esa categoría
de ‘historia’ la considero aquí de primerísima
importancia. En definitiva, quien dice ‘historia’ afirma
que no todo está dictado, decidido de antemano. La realidad se
va haciendo en un recorrido, en un trayecto (Emaús); tendré
siempre tiempo para un respiro (junto al brocal del pozo de la Samaritana);
incluso tendré derecho a equivocarme (Pedro y sus ‘negaciones’);
tendré derecho a luchar y a quedar en pie ante él (Jacob
luchando toda la noche en el vado de Jacob y por esto mismo escogido
por Dios); tendré derecho a discutir –y con intrepidez
(Job)? y a gritar hasta más no poder mi sufrimiento y mi duda
(Jesús). También tendré derecho a recobrar fuerzas
y empezar de nuevo. Como tendré, por supuesto, también
tiempo y derecho de incorporar otros acentos: los del amor, la felicidad,
la alegría (María en el Magnificat); la dicha del que
se siente llamado y pretende seguir a Cristo, darse a él por
completo y luchar en su vida para su Reino (‘Ven, sígueme’)”
(Adolphe Gesché)*.
Dios me deja hacer, pero no me deja sólo. Como un niño
pequeño que explora el parque, nos aventuramos hacia sus confines,
solos y valientes. Allí está sin embargo, a cierta distancia
pero atenta, la madre que nunca permitirá que el niño salte
sobre la carretera transitada por los coches. San Pablo nos asegura: “Fiel
es Dios, que no permitirá que vosotros seáis tentados más
allá de lo que podéis soportar, sino que con la tentación
proveerá también la vía de escape, a fin de que podáis
resistirla” (1 Cor 10,13).
Dios que está ahí siempre para escucharnos, pero que a
veces nos entrega su don más precioso no respondiendo a nuestras
plegarias: nuestra transformación interior
V. PRACTICAR A DIOS
El teólogo J. Ratzinger constata que el no del cristianismo a
la idolatría “ha sido históricamente tan eficaz, que
han desaparecido irrevocablemente todos los dioses”. Pero a renglón
seguido nos advierte que “los poderes que los encarnaban siguen
ahí, no han desaparecido ni ellos ni la tentación de absolutizarlos”.
Los paganos daban adoración a las poderosas fuerzas que se manifiestan
en la naturaleza, como al dios del mar y o a la diosa de la fecundidad
de la tierra, pero también a los dinamismos que más profundamente
afectan a la vida humana: el impulso a amar (sexualidad), el impulso de
dominar (poder) y el impulso de poseer (riqueza).
Estas fuerzas no sólo son buenas en sí mismas, sino indispensables
para la construcción de nosotros mismos. Todos tenemos el derecho
y el deber de amar, de ejercer un influjo en la sociedad y de asegurar
nuestra seguridad material. Pero cuando la sed de absoluto que hay en
el hombre se estanca en estas realidades, todo eso se transforma en una
fuerza destructora: la posesión como fin en sí me aliena
por completo; el poder se torna dominación implacable; y el amor
pierde hasta su nombre degradándose en utilización del otro
como objeto. Fuerzas creadas al servicio del ser humano se convierten
en nuestros amos, nos prometen que, si nos ponemos a su servicio, nos
veremos libres de la ardua tarea de construirnos a nosotros mismos.
Y podemos seguir enumerando ídolos. Luis González-Carvajal
cita entre ellos a la violencia, la persona amada idealizada, las estrellas
del espectáculo y los ideales revolucionarios. Pero aún
no hemos mencionado al peor. Gesché lo ha llamado la “idolatría
teológica”.
Se trata de adorar como si se tratara del Dios verdadero a una imagen
falsa del mismo. Es la idolatría propia de los hombres religiosos
y “ortodoxos”. Proyectamos sobre una imagen de Dios nuestros
deseos de grandeza o nuestros sueños infantiles de omnipotencia.
Decimos adorar a Dios, pero lo que hacemos es dar culto a un fantasma.
¿Hará falta decir que también esta idolatría
puede exigir sacrificios humanos (inquisición, cruzadas, fanatismos,
etc.)?
Adorar al único Dios exige ante todo no adorar a los otros dioses.
“No tendrás otros dioses frente a Mí” –dice
el primer mandamiento del Decálogo, en su formulación original
(Dt 5,7). Esto supone vivir atento a un Dios que no quiere que nos detengamos,
un Dios que no siempre es previsible, que es radicalmente sorprendente.
Y como nos lo decía el hermano Roger, lo más asombroso
de Dios es su humildad. Él no quiere nada para sí. No le
interesa ninguna otra cosa que nuestra felicidad.
Dar culto al único Dios no es una tarea sólo intelectual,
sino una práctica. “Adorar a Dios en espíritu y verdad”
requiere de toda la persona. Mi existencia en todas sus dimensiones expresa
qué Dios adoro. Oración y acción, vida interior y
solidaridad, convergen en este camino hacia el Dios único, Creador
del Cielo y la Tierra, Señor de nuestra Historia.
PREGUNTAS
• ¿En qué sentido Dios es para mí Padre?
¿Qué dificultades me evoca esta imagen? ¿A qué
deseos profundos apela?
• ¿Es Dios también una Madre para mí? ¿Qué
otras imágenes me ayudan a intuir cómo es Dios?
• ¿Qué sentimientos te provoca un Dios que te deja
hacer y que no te ahorra el trabajo de construirte?
• ¿Qué “dioses” son adorados entre la
gente que tú tratas? ¿Con qué comportamientos y gestos
concretos puedes confesar al Dios único en los ambientes en los
que te mueves?
• ¿Dónde tener un encuentro con el Dios vivo? En
el curso que comenzamos, cómo estar atento a la revelación
de este Dios, que no quiere que te detengas
o
|